15 noviembre 2006

Sobre la moralidad y la juridicidad de la suspensión de tratamientos médicos vitales

Autor: Zambrano, Pilar
Publicado en: LA LEY 2005-B, 265

Fallo comentado: Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos Aires (SCBuenosAires) ~ 2005/02/09 ~ S., M. d. C.

SUMARIO: I. Introducción. -II. Los hechos del caso. - III. Los argumentos de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires. - IV. Sobre la necesaria vinculación entre derecho y moral. - V. Las limitaciones del principio liberal de autonomía. - VI. ¿Qué solución "encaja" mejor con nuestro derecho constitucional?

I. Introducción

Resulta curioso que de modo paralelo a una consolidada política de reconocimiento de la dignidad de todo hombre, el mundo político y jurídico de muchas de las democracias de Occidente se resista a abandonar definitivamente el camino de la violencia, y se reserve cotos de libertad donde aquella misma dignidad se desconoce impúdicamente a los sectores más "inútiles" de la sociedad. En esta suerte de dialéctica esquizofrénica entre el reconocimiento/desconocimiento de la dignidad de todo hombre, no solamente se juega trágicamente el destino de personas concretas, sino que también se perfila el curso de debates jurídico-políticos más genéricos, y sobre todo más cardinales, que las aparentemente reducidas cuestiones que de tiempo en tiempo se sitúan explícitamente sobre el tapete. Así, en las discusiones sobre el carácter disponible o no de la propia vida, la tenencia de estupefacientes, el aborto, la salud reproductiva, se ventilan debates tan amplios y divisores como los del paternalismo/antipaternalismo, perfeccionismo/antiperfeccionismo, y en términos generales, la relación entre la moral y el Derecho en una democracia constitucional.

El caso que aquí comentaremos es un ejemplo muy elocuente de cómo el debate concreto acerca del valor de la vida humana y de su disponibilidad presupone, o más bien se asienta, en las soluciones que se ofrecen para aquellos otros debates más amplios. Este comentario representa, por tanto, una excelente oportunidad para reflexionar una vez más sobre esta viejas pero siempre renacientes cuestiones. Nos centraremos en especial en la relación entre el Derecho y la moral, y en la conveniencia de optar en una sociedad democrática, en esta relación de los dos órdenes normativos, por una axiología objetiva. Desde esta integración entre el Derecho y una moral objetiva, en el sentido fuerte del término, se ofrecerá una reflexión final sobre lo que constituye a nuestro juicio una solución razonable para el caso.

II. Los hechos del caso

Como consecuencia de los trastornos sufridos en el postparto de su cuarto hijo, la señora M.d.C. padece, desde el año 1998, un daño cerebral irreversible que se manifiesta en una insuficiencia global y profunda de sus facultades psíquicas, y en la ausencia de vida consciente y de relación. Este daño no ha afectado en modo alguno las funciones de la vida "vegetativa" de M. d. C. quien, en palabras del Asesor de Menores e Incapaces competente en el caso, se encuentra "en excelente estado físico y estético, arreglada, despierta, respirando por sus propios medios (...)", con el único auxilio de una sonda gástrica mediante la cual se la alimenta e hidrata. Ante este cuadro, y a raíz de una causa iniciada por su marido (el señor M.G.) en diciembre de ese mismo año, el Tribunal de Familia N°2 de la Plata declaró incapaz a la señora M.d.C., y nombró curador definitivo a M.G.

El 29 de octubre de 2000 se presentó nuevamente en la causa el señor M.G., solicitando que se lo autorice a interrumpir la alimentación e hidratación artificiales de su esposa M.d.C.. Fundamentó su pretensión en la interpretación de que su mujer sería víctima de un "encarnizamiento terapéutico", que además de atentar contra su derecho a vivir y morir dignamente, afectaría la integridad psíquica de sus hijos y de él mismo. Los padres y hermanos de M.d.C., por su parte, se presentaron en la causa unos meses más tarde, oponiéndose a la petición de M.G.

Ante la denegación de la petición por parte del Tribunal de Familia competente, M.G. interpuso simultáneamente un recurso extraordinario de inaplicabilidad de la ley, y un recurso de nulidad ante el Superior Tribunal de la Provincia de Buenos Aires. En lo que aquí interesa, fundó el recurso de inaplicabilidad en la señalada distinción conceptual entre la eutanasia, ética y jurídicamente inaceptables a su juicio, y el derecho a negarse a recibir tratamientos médicos desproporcionados frente al llamado "encarnizamiento terapéutico". Sobre esta base, sostuvo que en la instancia anterior se habrían interpretado y aplicado erróneamente diversos artículos de la Constitución provincial (arts. 10, 12, 25 y 57) y de la Constitución nacional (arts. 19, 33, 75. inc. 22; 11.1, 4.1 y 5.1 del Pacto de San José de Costa Rica; 11.1 y 12.1 del Pacto de Derechos Sociales, Económicos y Culturales; y 3.1, 19.1, y 24.1 de la Convención Internacional sobre los Derechos del niño -Adla, XLIV-B, 1250; XLVI-B, 1107; L-D, 3693-) que directa o indirectamente reconocen el derecho a vivir.

III. Los argumentos de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires

La Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires rechazó ambos recursos por unanimidad, aunque sobre la base de argumentos parcialmente diferentes.

Dejando a un lado los argumentos de forma en los que justificó el rechazo del recurso de nulidad, el juez Hitters, a cuyo voto se unió el juez Genoud, rechazó el recurso de inaplicabilidad de la ley sobre la base de las siguientes razones:

a) En el Derecho argentino toda persona tiene un derecho indisponible a rechazar o suspender tratamientos médicos sobre la base del consentimiento informado (arts. 953, 1445 y concs., Cód. Civil), como desprendimiento del principio bioético de autonomía, receptado por el artículo 13 de la ley 24.193 (de trasplantes de órganos) (Adla, XLIII-B, 1344) (cons. II.a).

b) El derecho a rechazar o suspender tratamientos médicos se ejerce irregularmente cuando "se deriva en forma inmediata y necesaria la muerte del paciente".

c) El derecho a rechazar o suspender tratamientos médicos se ejerce regularmente cuando los tratamientos sólo procuran la prolongación de una existencia precaria, en cuyo caso el rechazo o suspensión serían razonables, y devendrían irrazonables o desproporcionados, en cambio, los tratamientos (cons. II. a).

d) Toda persona tiene, como complemento de este derecho, el derecho a demostrar la razonabilidad de su negativa a comenzar o continuar con los tratamientos médicos (art. 18 CN y 15 de la Constitución provincial) (cons. II.a).

e) El Derecho argentino no regula expresamente la situación del caso, esto es, a quién le compete decidir, y cómo, acerca de la continuación o suspensión de tratamientos médicos cuando el paciente está incapacitado para hacerlo y no se ha pronunciado indubitablemente al respecto con anterioridad (cons. III).

f) Aplicando las directivas del artículo 16 del Código Civil, y ante la primacía que le reconoce la CN al derecho a la vida, la laguna debe llenarse con el principio de que, en caso de duda acerca de la voluntad del paciente, y ante la falta de acuerdo entre los parientes más cercanos, así como de prueba sobre la irrazonabilidad del tratamiento, debe estarse por la continuidad del mismo (cons. III).

El juez Roncoroni suscribió los argumentos reseñados, agregando las siguientes precisiones:

a) El derecho a decidir si se aceptan o continúan tratamientos médicos o si se rechazan o suspenden es la contracara del derecho a vivir. Es un derecho personalísimo, que encuentra asidero en los artículos 33 de la CN y 75, inc. 22, en conjunción con el artículo 4 inc. 1° de la Convención Americana de Derechos Humanos; el art. 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; 6 inc. 1° del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; 6 inc 1° de la Convención sobre los Derechos del Niño y 12 inc. 1° de la Constitución provincial (cons. 9.1).

b) En cuanto derecho personalísimo solo puede ser ejercido por su titular, en forma actual, si conserva capacidad para decidir, o con antelación al momento de ejecutar la decisión, si ha perdido tal capacidad. En el segundo caso, la prueba de la voluntad precedente de un paciente debe ser fehaciente e indubitable (cons. 5.2 y 6).

c) Antes la falta de esta prueba fehaciente acerca de la voluntad del paciente, ningún tercero puede ejercer nunca por representación la opción por el rechazo o la suspensión de los tratamientos, por cuanto esta opción es siempre una opción "por la muerte" que únicamente el titular de la vida estaría habilitado para ejercer (cons. 9.1).

A diferencia de estos dos juicios, que giraron en torno a la cuestión de la legitimación activa para tomar la decisión de continuar o no con la alimentación artificial, el juez Negri rechazó el recurso de inaplicabilidad sobre la base de la irrazonabilidad de la petición en sí misma. Según su opinión:

a) No hay ninguna laguna en torno al alcance del derecho a la vida (cons. 13) que pueda o deba ser suplida, como pretende el recurrente, con argumentos religiosos o puramente morales. Para el Derecho argentino, toda vida humana es igualmente valiosa, independientemente de su calidad.

b) La interrupción de la alimentación artificial es siempre equiparable al homicidio y, como tal, es un acto claramente antijurídico (cons. 14).

La jueza Kogan, en la línea de los dos primeros votos, subrayó que:

a) En el Derecho argentino se reconoce un derecho personalísimo a rehusar o suspender tratamientos médicos vitales cuando la vida sólo "existe en su aspecto biológico", y aun cuando esta negativa conduzca a la muerte, con base en un derecho más amplio -no reconocido expresamente por ninguno de los jueces anteriores- a la disposición del propio cuerpo y de la vida, basado en el artículo 19 de la CN, y regulado por la ley 17.132 (Adla, XXX-A, 44), art. 19.3, de ejercicio de la Medicina (cons. 1).

b) Ante la falta de prueba fehaciente de la voluntad del paciente, podría otorgarse legitimidad a los parientes más cercanos para tomar la decisión, con las siguientes limitaciones: (i) el rechazo o la suspensión de tratamientos por parte de los parientes sólo es válido cuando se trata de tratamientos ordinarios o proporcionados; y (ii) la decisión debe ser tomada por unanimidad.

c) Contrariamente a Hitters y Roncoroni considera que la hidratación y alimentación artificial no pueden tildarse en el caso de "tratamiento proporcionado".

d) Sin embargo, ante la falta de unanimidad de criterio entre los parientes, la decisión judicial debe guiarse por el "mejor interés" del paciente que, en el caso, sería la continuidad de la alimentación e hidratación.

El juez Soria profundizó el sendero marcado por la juez Kogan y reconoció, citando los votos de los jueces Barra y Fayt en el caso Bahamóndez, un derecho a la autonomía "basado en el respeto a la dignidad y a la autodeterminación de las personas (art. 19 CN)" y que faculta a "repeler o rehusarse a continuar tolerando un determinado tratamiento médico, aunque con su negativa malogre su vida o lo que le queda de vida". Para ilustrar el alcance de este derecho a la autodeterminación, cita aprobatoriamente un caso de la Corte Constitucional de Colombia en el que el tribunal habría hecho valer la autodeterminación en los casos de "homicidio piadoso" en los que opera el consentimiento del sujeto pasivo.

El problema central para este juez giró por tanto, al igual que para los jueces Hitters, Roncoroni y Kogan, en torno al modo de sustituir la voluntad del paciente en los casos en los cuales éste no puede expresarse ni se expresó en forma fehaciente con anterioridad. Para Soria esta cuestión no tiene respuesta en el Derecho Argentino. Según su opinión, no obstante, este vacío no es absoluto, pues los jueces cuentan con el principio según el cual la vida es un derecho fundamental, que restringe sobremanera la facultad judicial de hacer valer una decisión que conduzca directa o indirectamente a la muerte. En el caso, este principio torna razonable la decisión del tribunal anterior y, por tanto, desestimable la pretensión de revisarlo.

En última instancia, el juez Pettigiani abordó el caso también en la línea de Hitters, insistiendo en que:

a) No existe un derecho a disponer de la propia vida: "la existencia de un pretendido derecho a la muerte no puede ser sostenida si se lo entiende como la consagración de una voluntad caprichosa de poner fin a la propia vida".

b) La alimentación e hidratación artificiales no constituyen, en el caso, un "encarnizamiento terapéutico".

c) Toda vida humana es vida de una persona y, por tanto, toda vida humana, cualquiera sea su "calidad", es igualmente digna.

d) El sufrimiento no es nunca "inútil", ni para quien lo sufre, ni para la sociedad.

e) La decisión acerca de continuar o no con tratamientos "desproporcionados" corresponde siempre al paciente y, en principio, debería ser concominante y no anterior al momento de su ejecución.

De la síntesis de los argumentos puede hacerse una primera y rudimentaria división, según los siguientes criterios: (a) la interpretación jurídica del acto para el cual se pide autorización; (b) la titularidad del derecho a decidir acerca del mismo; (c) la existencia o no de un derecho a disponer de la propia vida en el Derecho argentino. Las tres cuestiones están íntimamente ligadas y, aunque algunos de los jueces hayan querido distinguirlas e incluso no pronunciarse respecto de unas u otras, lo cierto es que las respuestas se condicionan de tal modo que este pronunciamiento fue inevitable.

Acerca de la primera cuestión, esto es, la interpretación jurídica del acto para el cual se pide autorización, las líneas de respuesta pueden agruparse en dos grupos. En primer lugar, y por orden de claridad en la exposición de los argumentos, los jueces Negri, Pettigiani, y Roncoroni expresamente entienden que la interrupción de la alimentación e hidratación artificial de la paciente sin su consentimiento expreso ni presunto, representa un acto jurídicamente reprochable, encuadrable en el artículo 79 del Código Penal. Esto es, un homicidio.

Los jueces Hitters, Kogan y Soria, en cambio, consideran que la interrupción de la alimentación e hidratación artificial no consentida no es necesariamente un homicidio. Para los dos primeros, habría que ver en cada caso si este tratamiento es un medio proporcionado o desproporcionado: solamente en el primer supuesto su retiro sin el consentimiento expreso o presunto del paciente podría ser jurídicamente reprochable. Soria, por su parte, deja aún un poco más abierta esta cuestión y concluye que el Derecho argentino sólo ofrece vagas orientaciones acerca de este punto, en el marco de las cuales cada juez puede decidir discrecionalmente. A pesar de que adjudica primacía al principio de respeto al derecho a la vida en este marco discrecional, se limita a catalogar como razonable el rechazo de la autorización en la instancia anterior, sin explicitar si hubiera considerado irrazonable la decisión contraria, esto es, la decisión de permitir la interrupción de los tratamientos.

En cuanto a la titularidad de la decisión acerca del rechazo o la interrupción de la alimentación e hidratación artificial, las opiniones nuevamente pueden dividirse en tres grupos. En primer término, Negri no ofrece respuesta a esta cuestión por una razón simple: no hay derecho a este rechazo, o por lo menos no existe tal derecho en el caso que se decide, con lo cual mal puede discutirse acerca de su titularidad. En el otro extremo, el juez Roncoroni entiende que la decisión corresponde única y exclusivamente al paciente, y que es indeclinable. Esta posición está, como se verá, fuertemente ligada a la respuesta afirmativa que este juez propone para la tercera cuestión. Siguiendo esta línea, pero con un poco más de flexibilidad, el juez Petiggiani entiende que la decisión puede delegarse únicamente al médico que tiene a su cargo el cuidado del paciente. En una posición intermedia se sitúan los jueces Kogan y Hitters: ambos entienden que en principio la decisión corresponde al paciente pero que, en caso de incapacidad, la misma puede delegarse en los parientes más cercanos. El derecho así delegado debe ser ejercido de modo unánime por todos los titulares, y tiene las mismas limitaciones que el derecho original: sólo puede rechazarse el tratamiento cuando es, en el caso, desproporcionado. Finalmente, el juez Soria, en la misma tesitura que en su respuesta anterior, no ofrece una orientación precisa al respecto: entiende que se trata de una laguna jurídica que cada juez puede completar, en el marco del respeto al principio de que la vida es un derecho fundamental.

A pesar de que la tercera y última de las cuestiones no era objeto de debate directo en el caso -por lo cual su dilucidación exigirá un esfuerzo adicional en el análisis de los votos-, de alguna forma precede, subyace y explica a las soluciones anteriores. En este aspecto, las respuestas pueden agruparse en dos grupos. De una parte, los jueces Hitters, Negri, Pettigiani y, con un poco menos de convicción, Kogan, expresa o implícitamente niegan la existencia de un derecho a disponer de la propia vida. Hitters rechaza este derecho al distinguir entre un ejercicio regular e irregular del derecho a rechazar tratamientos médicos vitales. Pettigiani, en la misma línea, entiende que el Derecho no ampara "una voluntad caprichosa de poner fin a la propia vida". La posición de Negri es menos clara pero igual de rotunda. El rechazo de este derecho surge particularmente de su insistencia en que la vida humana tiene en nuestro ordenamiento un valor jurídico que excede el interés de su propio titular, desde la concepción hasta la muerte natural: "no descubro laguna alguna en el derecho a la vida (...). Más bien advierto una insistencia cuidadosa, reiterada, profunda, en valorizar la existencia humana en todos sus estadios. Insistencia que se revela en el hecho de considerar al hombre persona desde su concepción en el seno materno (art. 12.1, Const. Provincial; 63 y 70 CC) y en el de incluir la idea de muerte natural como desenlace (art. 12.1 Const. Prov)" (cons. 13).

Finalmente, la jueza Kogan esgrime sobre este punto una posición ambigua que parece estar más cerca del rechazo que de la aceptación de un derecho a disponer de la propia vida. En efecto, aunque por una parte habla de un derecho amplio a disponer del cuerpo y de la vida, receptado en el artículo 19 de la CN, de otra parte sólo ampara expresamente, como manifestación del derecho a disponer de la propia vida, el rechazo de medios que únicamente garantizan la continuidad de una existencia precaria. En todo momento se refiere exclusivamente al derecho a rechazar tratamientos en situaciones extremas, como manifestación del derecho amplio a disponer del cuerpo y de la vida y en ninguno, en cambio, siquiera sugiere la licitud de una disposición activa, o bien de una disposición pasiva en casos en que los tratamientos son proporcionados.

La posición favorable a la disponibilidad de la propia vida está representada por los dos jueces restantes: Soria y Roncoroni. El primero expresamente admite la disponibilidad de la propia vida, al ejemplificar las facultades reconocidas en el artículo 19 de la CN con un caso colombiano de "homicidio piadoso". El segundo es bastante menos explícito que el primero. La aceptación de la disponibilidad de la propia vida se deriva de la distinción neta que el juez establece entre la opción personal por dejar de vivir, y la opción que los terceros podrían tomar en nombre del titular del derecho a la vida. Esta segunda opción es, como se señaló más arriba, absolutamente inaceptable para este juez, en cualquier circunstancia. A su criterio, siempre que se opta en nombre de otro por una decisión que conduzca directa o indirectamente -como en el caso juzgado- a la muerte se estaría en presencia de un homicidio jurídicamente inaceptable. Sin embargo, si en las mismas circunstancias en que se daría el tipo penal del homicidio, la decisión fuera tomada por el titular del derecho a la vida, ya sea previamente o en el momento mismo de ejecutar la decisión, el caso sería jurídicamente aceptable como dimensión del derecho a vivir y a morir dignamente. En otros términos: la diferencia entre el homicidio jurídicamente tipificado como delito, y el derecho protegido constitucionalmente no estaría dada, para este juez, por el objeto del acto que se juzga, sino por la presencia o ausencia de la voluntad de morir por parte del titular del derecho a la vida.

IV. Sobre la necesaria vinculación entre derecho y moral

Como se dijo al comienzo de este trabajo, el caso que aquí comentamos es especialmente representativo de la apertura del Derecho a un orden de principios morales no positivados formalmente. Esta apertura es la que da razón, en efecto, de la gran disparidad de argumentos con que los jueces decidieron el caso: no se trata sino de distintas y, a veces hasta contrapuestas, plataformas morales desde las cuales se integró un Derecho esencialmente abierto a la valoración ética.

El juez Soria apeló a la idea de la laguna para legitimar la decisión que se le pedía revocar. Desde su punto de vista, el Derecho argentino no ofrece solución alguna acerca de quién debe decidir y cómo si se continúa o no con el tratamiento médico cuestionado en el caso, y estimó que la misma debía ser completada con una discreción restringida por los jueces competentes. En las antípodas de esta interpretación, el juez Negri entendió que el Derecho argentino ofrecía una dirección clara y unívoca: debía rechazarse la pretensión, a la luz de la preeminencia que el ordenamiento jurídico otorga al derecho a la vida. ¿Había efectivamente una laguna que debía ser completada discrecionalmente por los jueces apelando a valoraciones extrajurídicas? ¿o bien el Derecho positivo argentino ofrecía una solución que esperaba ser identificada automáticamente?

El positivismo jurídico normativo de principios del siglo pasado, representado por autores como Kelsen, hubiera optado decididamente por la segunda de las alternativas: el Derecho siempre ofrece respuestas que pueden ser identificadas sin el recurso a otras instancias valorativas. Las lagunas son accidentes prácticos que pueden superarse con recursos lógicos, como la norma general de clausura que obliga a decidir a favor de la libertad individual en caso de duda (1). En el voto de Negri, la norma general de clausura diría algo así como "en caso de duda debe estarse siempre por la continuidad de la vida humana". Desde nuestro punto de vista, esta norma existe en el Derecho argentino y era aplicable al caso, según se explicará más adelante. Sin embargo, no es cierto que la interpretación y aplicación de esta norma no requiera, como sugiere el juez, el recurso a instancias valorativas no estrictamente positivas.

En efecto, y desde la ya clásica distinción entre "reglas y principios", aquella norma sería una regla de origen jurisprudencial que concretiza un principio más abstracto, el principio según el cual toda vida humana sin distinción tiene un valor absoluto y debe por tanto ser respetada (2). Ahora bien, así como este principio general requiere ser interpretado -como todo principio- con el auxilio de otros órdenes normativos, en especial, de una concepción filosófica de justicia; del mismo modo, la regla general según la cual en caso de duda debe estarse por la vida, supone en su interpretación las mismas valoraciones filosóficas en que se asienta el principio que le da origen. Evidentemente hay cursos de acción que en forma categórica se oponen a ciertos principios, y a este en particular, casi desde cualquier concepción filosófica de justicia desde la cual se le quiera dar sentido. Así, matar deliberadamente a un inocente atenta siempre contra el principio que manda proteger y respetar toda vida humana desde su concepción.

Sin embargo, aún en estos casos aparentemente simples, necesariamente se hacen presentes, a la hora de interpretar tanto el principio como la regla, una concepción filosófica de persona y de justicia. Es indudable que en el Derecho Argentino es ilícito matar a un inocente. Pero, dejando por ahora la cuestión de quién es "inocente", centrémonos en la otra, que se discutía en el caso: ¿qué es matar? Precisamente las distintas concepciones antropológicas y éticas que animaban a los distintos jueces fueron las que condujeron a algunos a entender que lo que se pedía era sencillamente un homicidio (votos de los jueces Roncoroni y Negri), y a otros a entender que, con más esfuerzo probatorio, se podría haber demostrado que el objeto de la petición no era matar, sino dejar que la muerte natural siguiera su curso (Hitters, Kogan).

Ahora bien, ¿justifica esta apertura del Derecho a otras instancias normativa, una absoluta discreción judicial? ¿Pueden los jueces integrar el Derecho desde cualquier concepción de persona y de justicia, como podría desprenderse del voto de Soria? Este fue uno de los puntos más álgidos en la polémica Hart-Dworkin acerca de las falencias del positivismo jurídico para dar cuenta de la existencia de principios en toda práctica jurídica y, especialmente, en las prácticas constitucionales (3). El primero, en una suerte de renuncia a las pretensiones del positivismo inicial de fines del SXIX, admitiría que el Derecho contiene excepcionales espacios vacíos, dados precisamente por estos principios, en los cuales los jueces podrían decidir de un modo u otro con criterios completamente ajenos al Derecho (4)

La respuesta de Dworkin parece en este punto bastante más fiel a la realidad. En lo que aquí interesa, sostiene que las exigencias que denominamos "jurídicas" y que englobamos bajo el concepto de "Derecho", son el resultado de una práctica social argumentativa, esto es, una práctica social cuyos participantes detentan teorías divergentes tanto acerca del sentido último como de las exigencias concretas de la práctica ("the point of the practice") (5). Cada vez que los participantes participan de la práctica, ponen en juego estas teorías divergentes, y en esa puesta en juego van conformando la práctica colectivamente. Por ello la interpretación de una práctica social argumentativa como el Derecho es colectiva, creativa y constructiva (6).

El Derecho es una práctica interpretativa constructiva porque cuando los diversos participantes desempeñan sus roles, van conformando exigencias a las que el resto de los actores dará nueva vida mediante su propia interpretación. Y el Derecho es una práctica interpretativa creativa, porque en la interpretación constructiva de las exigencias jurídicas los actores no utilizan un procedimiento lógico avalorativo, que solo sirve para explicitar lo que está implícito en este material, sino que recrean estas exigencias desde su propio universo axiológico.

La creación y construcción de toda práctica interpretativa como el Derecho es el resultado de la síntesis de, al menos, cuatro juicios. En primer lugar, el juicio preinterpretativo, donde cada participante decide qué exigencias pertenecen a la práctica y cuáles no, e identifica el material que debe interpretar. Con el juicio preinterpretativo se distinguen las reglas jurídicas de las reglas religiosas, o de las reglas de urbanidad, por ejemplo. En segundo lugar, el juicio justificativo, con el cual se asigna el objeto o fin a las exigencias de la práctica -en nuestro caso, a la exigencias jurídicas-. En este estadio, el intérprete se pregunta por las razones que legitiman a la práctica en su conjunto y la tornan razonable. Este juicio se encuentra limitado por el tercer juicio, el juicio de encaje o acomodamiento, con el cual se constata que la justificación elegida en el juicio justificativo da una explicación aceptable de la práctica. Este juicio de encaje invalidaría, por ejemplo, la interpretación de que en una monarquía republicana como la española, o la inglesa, el único y excluyente fin justificativo del Derecho es la salvaguarda de la voluntad del Rey. Finalmente, con el juicio de ajuste o reforma se decide cómo una regla debe aplicarse, dejar de aplicarse, o reformarse, para que realice en el caso el objeto de la práctica (7).

El juicio de encaje es, pues, el límite al que debe ajustarse toda interpretación creativa del Derecho: no sería aceptable una interpretación que de ninguna forma encaje con el resto de la práctica en que dicha interpretación se inserta. En nuestro caso, parecería irrazonable o arbitraria una interpretación del principio de respeto a la vida que concluyera, por ejemplo, que el cónyuge de la paciente podría solicitar en su nombre, y sin su consentimiento, una eutanasia activa. En cierto sentido esta es una interpretación posible de la opinión de Soria: el Derecho argentino resuelve el caso sólo al nivel de los principios. En especial, del principio que manda respetar toda vida humana. Queda a los jueces, con el auxilio de una filosofía jurídica, política y moral, sentar la regla que mejor realice en los casos como el de autos, tanto aquel principio, como el resto de los principios que integran la normativa y la práctica constitucional argentina.

V. Las limitaciones del principio liberal de autonomía

En este estadio, la pregunta más urgente parece ser, ¿cuál es la filosofía jurídica, moral y política que mejor encaja con nuestra práctica jurídica? ¿qué concepción comprehensiva, en palabras de Rawls, mejor realiza en el caso los fines de nuestra práctica constitucional? (8).

Toda práctica constitucional aspira a situar a la persona y a sus derechos fundamentales en el centro de sus motivaciones. Esta preeminencia de la persona y de sus derechos obliga, en resumidas cuentas, a exigir que la práctica sea respetuosa y promotora de la dignidad humana. El liberalismo ha entendido que esta exigencia básica se traduce, necesariamente, en lo que se ha dado en llamar un "antiperfeccionismo" estatal. Desde esta perspectiva, el Estado respeta la dignidad y los derechos fundamentales cuando asume una concepción de justicia y de persona que pueda ser aceptada por todos sus ciudadanos. No se trata de una concepción neutral, conviene aclararlo, sino de una concepción que por su especial abstracción pueda recibir el consenso de la mayor cantidad de ciudadanos, aun cuando éstos adhieran a concepciones filosóficas distintas y hasta contrapuestas(9).

Esta especial preocupación por la adhesión o el consenso, como garantía de legitimidad, ha llevado en el plano del Derecho y de la bioética a suscribir el principio de autonomía, según el cual, en apretada síntesis, cada cual es dueño de su vida y de su cuerpo, y tiene absoluta libertad para definir su proyecto vital en tanto no afecte las libertades de terceros. Este mismo principio obligaría, en el plano de las intervenciones médicas, a situar la voluntad autónoma del paciente como parámetro supremo de decisión acerca del curso a seguir, incluso cuando la decisión se manifieste en una clara opción directa por la muerte (10). Pues bien, éste es también, en el precedente comentado, el principio que anima los votos de los jueces Soria y Roncoroni quienes, como se indicó, admiten -explícitamente en el primer caso, e implícitamente en el segundo- la disponibilidad de la propia vida.

Los dos votos son especialmente representativos de una de las principales dificultades que este principio conlleva para su aplicación práctica. Si hay un punto que no admite lugar a dudas cuando se trata de respetar el principio de autonomía, es que la voluntad informada del paciente es soberana en el momento de decidir qué curso de acción corresponde tomar en el cuidado de la vida y de la salud. Pero, como lo advierte con lucidez el voto del juez Pettigani, la interpretación de esta voluntad acarrea todas las dificultades de cualquier interpretación, empezando por el deslinde entre la voluntad del intérprete y la voluntad interpretada. Como se ha señalado insistentemente desde la hermenéutica filosófica, la separación tajante y pulcra entre objeto y sujeto en la interpretación, no pasa de ser una ilusión o una expresión de deseos (11). A este problema interpretativo se suma, en las decisiones de acabar con la propia vida, el otro, más sutil pero igual o más grave, de la certeza con que puede asegurarse que esta voluntad no ha sido configurada sin presiones externas.

Los escollos en esta vocación por el respeto absoluto de la voluntad del paciente se tornan insuperables cuando, como en el caso comentado, no hay referencias ni orales ni escritas de esta voluntad. Uno podría verse tentado en este punto a decidir como lo hicieron todos los jueces del caso, aún Roncoroni y Soria: ante la duda lo razonable es estar por la vida. Pero esto puede ser coherente con una concepción filosófica y antropológica que entienda que la vida tiene un valor absoluto y objetivo, independiente de la voluntad de su titular. No es sin embargo tan coherente cuando el punto de partida es otro. Esto es, cuando como parecen suscribir estos jueces, la vida vale tanto cuanto la precia su titular. Pues es tan posible que su titular la precie por sobre todas las cosas, como lo contrario, esto es, que valore su vida en forma proporcional al placer que le reporta.

Si el mandato supremo es respetar la voluntad del paciente no sirve, pues, hablar de "mejores intereses" para decidir en su nombre, como lo hizo el primer juez, pues estos intereses son indisociables de la voluntad. Ante este mandato, y a falta de una voluntad expresa -con todas las dificultades que la interpretación de ésta reporta- la situación es más parecida a la que describe Soria: un vacío legal - y moral, agregamos nosotros- que el juez sólo puede llenar a su arbitrio. Un arbitrio no guiado por la razón, claro está, porque lo ocurre, precisamente, es que la razón no da razones.

El caso no deja tan clara otra dificultad subyacente de este principio, que desde nuestro punto de vista, es bastante más grave que la anterior. Se trata de la concepción de persona en la cual se asienta: una persona que, una vez más, vale tanto como la capacidad de quererse a sí misma. En efecto, si lo que el Derecho valora no es la vida humana en sí misma, sino la vida en tanto que deseada o querida por su propio titular, la conclusión salta a la vista: perdida la capacidad de valorarse y quererse a uno mismo, se pierde también la propia condición de ser valioso y apetecible o susceptible de ser querido (12). Esta conclusión puede ser coherente con las premisas de una filosofía antropológica, ética y política utilitarista, pero difícilmente encaje con nuestra normativa y con nuestra práctica constitucional que, como señalaron todos los jueces en el fallo, suscribe el principio general de que toda persona sin distinción es igualmente digna.

VI. ¿Qué solución "encaja" mejor con nuestro derecho constitucional?

Las insuficiencias señaladas al principio de autonomía para dar razón de nuestra normativa y nuestra práctica constitucional, y especialmente del lugar nuclear que esta normativa y práctica conceden a todo hombre, cabe entonces preguntarse qué principios alternativos conducen a una solución concreta más fiel a los fines últimos a los que apunta nuestro Derecho. Se trata de buscar un camino alternativo hacia un fin que, en esencia, no difiere del que anima al liberalismo político: asegurar el igual derecho de cada ciudadano a realizarse libremente en un marco de respeto a los derechos de los demás y a los bienes comunes. Un camino alternativo que incluya el consenso como procedimiento de decisión política, pero que incluya también un marco de referencia que garantice que el discurso consensual se orienta al fin propuesto (13). Que incluya, en definitiva, una concepción de persona donde la persona y su vida constituyen un único bien, objetivo, absoluto, universal.

En cuanto absoluto, el valor de la vida y de la persona no varía según las circunstancias existenciales y requiere, para cualquier vida personal, un trato adecuado a su condición de fin en sí mismo. En cuanto objetivo, el valor de la vida personal no se asienta en el sujeto, sino en su propia eminencia. No es valiosa la vida personal porque su titular la desee, ni porque otros así lo deseen, por muchos que sean estos otros. La vida personal se nos presenta, ya antes de cualquier decisión individual o colectiva, como valiosa en sí misma. En cuanto universal, el valor de la vida humana es reconocible independientemente de las circunstancias de lugar y de tiempo. Finalmente, en cuanto difusiva, la vida humana es buena no solamente para sí, sino también y especialmente para otros. Y esta bondad difusiva, conviene aclararlo, no es independiente de los demás rasgos. En especial, no es independiente del valor absoluto de la vida humana: la vida es buena para sí y para otros siempre, en cualquier circunstancia, incluso cuando ya ha dejado de ser una vida "productiva". Pues la bondad ontológica de la persona radica, mucho más que en su potencial productividad material, en su esencial y siempre actual capacidad de ser amada (14). La vida se nos presenta desde esta perspectiva como un bien propio pero también, y fundamentalmente, como un bien para otros cuya realización, en cuanto individuos y en cuanto comunidad, es inescindible de la apertura y de la donación al otro (15).

¿Encaja esta concepción filosófica de persona con nuestra normativa y con nuestra práctica jurídica? ¿Encaja, especialmente, con la tolerancia en la dinámica estatal? ¿O, como supone Dworkin, un Estado organizado sobre la base de esta concepción de persona es necesariamente, o muy probablemente, un Estado paternalista, que tenderá a imponer coactivamente esta concepción de la vida, o algunas realizaciones particulares de la misma? Lo cierto es que estas dudas pueden despejarse, al menos desde un punto de vista teórico. Pues una concepción de justicia que por definición excluye cualquier mediatización de la persona, excluye también a las políticas paternalistas que presupongan un avasallamiento de la libertad moral en que se expresa existencialmente la condición de fin de la persona. En este sentido, no es ocioso poner de manifiesto que la tradición de pensamiento desde la cual más intensamente se ha defendido una concepción de justicia vinculada a una "concepción metafísica" de persona admite una interpretación tan "antipaternalista" como el liberalismo (16).

Los jueces Hitters, Negri y Pettigiani parecen estar convencidos de que esta concepción antropológica encaja con nuestro Derecho constitucional, como aquí se sugiere. Sus fallos traslucen, implícitamente en el primer caso, y explícitamente en los otros dos, la convicción de que toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, es valiosa por sí misma y en forma independiente al interés en vivir que tenga su titular. La solución del caso concreto no fue, sin embargo, idéntica en estos tres votos, porque las exigencias éticas de esta concepción filosófica admiten, como toda norma, distintas interpretaciones. Así, mientras que Hitters deja entrever la posibilidad de que en algún caso, e incluso con mayor esfuerzo probatorio en éste, la suspensión de la alimentación artificial podría no asimilarse al homicidio o al suicidio, los otros dos descartan de plano esta posibilidad interpretativa.

Esta discrepancia deja en claro al menos un punto: una vez que se ha aceptado la bondad intrínseca de toda vida humana y que, por tanto, se ha descartado la juridicidad del suicidio y del homicidio consentido, en cualquiera de sus formas, la principal cuestión radica en distinguir qué omisiones son equiparables al suicidio o al homicidio, y cuáles no. Esta distinción presupone, a su vez, otra: la distinción entre tratamientos "desproporcionados" y "proporcionados". Solamente la omisión de los tratamientos "proporcionados", con el fin de causar la muerte, puede equipararse moralmente a un suicidio o a un homicidio, según el caso. En este orden de ideas, parece necesario definir qué medios hay que comparar con el fin de salvar la vida, para evaluar la proporcionalidad de los tratamientos. Sobre esto, se ha dicho que "se podrán evaluar convenientemente los medios confrontando el tipo de terapia, el grado de dificultad y el riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales" (17).

La distinción entre este modelo bioético y el modelo bioético del principio liberal de autonomía sería fútil si un tratamiento económicamente accesible, que no comporta riesgos ni sufrimientos físicos excesivos, y que garantiza la continuidad de la vida por un tiempo considerable y en condiciones aceptables, pudiera catalogarse como desproporcionado únicamente en atención a los sufrimientos morales que acarrea. Las fuerzas morales, por ello, no son relevantes por sí mismas a la hora de definir la proporcionalidad de los medios, sino en conjunción con los otros parámetros: el riesgo, las posibilidades de aplicación, el costo y las perspectivas de vida. En este marco, la voluntad del paciente no puede definir la proporción o desproporción de los tratamientos y la consiguiente moralidad o inmoralidad de su rechazo o suspensión, en forma independiente de cualquier otro criterio. Frente a tratamientos desproporcionados, la voluntad del paciente de someterse o no a los mismos es soberana a la hora de definir la moralidad o inmoralidad de su suspensión, mientras que frente a tratamientos proporcionados, la voluntad de rechazarlos deviene insuficiente para justificar moralmente la omisión. Lo mismo cabe decir de los deseos y de las dificultades psicológicas de los parientes más cercanos: estos deseos y dificultades son o pueden ser relevantes para distinguir entre omisiones moralmente lícitas y omisiones ilícitas únicamente en caso de incapacidad del paciente para expresar sus propios deseos, y frente a tratamientos definidos como desproporcionados en forma independiente.

En el caso, el tratamiento no es excesivamente oneroso, ni riesgoso, ni doloroso, por lo cual el único parámetro a evaluar con anterioridad a los supuestos deseos de la paciente y a los sufrimientos de los parientes son las condiciones de vida que garantiza. En este contexto, corresponde preguntarse si es suficiente el hecho de que la vida que se continúa está en estado vegetativo para legitimar la suspensión del tratamiento o, lo que es lo mismo, si un tratamiento puede catalogarse de desproporcionado únicamente por la poca calidad de vida que garantiza para el futuro y, en consecuencia, si es moral y jurídicamente lícito suspender un tratamiento únicamente por esta razón.

La solución varía, a nuestro juicio, según que la cuestión se analice desde un punto estrictamente moral o desde un punto de vista jurídico. Desde el punto de vista estrictamente moral, el solo fin o la intención inmediata de causar la muerte propia o ajena transforma la omisión de medios proporcionados -según el resto de los criterios antes indicados- en un acto ilícito, moralmente equiparable al suicidio en el primer caso, y al homicidio en el segundo, aun cuando de hecho no se produzca el resultado deseado o este resultado no pueda producirse con la omisión (18). Desde el punto de vista jurídico, en cambio, para que una omisión pueda equipararse al suicidio o al homicidio, además de la intención inmediata de causar la muerte, es necesario que la omisión objetivamente desencadene, o bien sea capaz de desencadenar, un proceso mortal previamente inexistente. Por ello, en el plano jurídico pueden esbozarse al menos las siguientes indicaciones:

a) Hay suicidio u homicidio (consentido o no) cuando la omisión de un medio que no es riesgoso ni excesivamente oneroso, y que puede aplicarse sin dificultades técnicas ni un excesivo sufrimiento físico, desencadena un proceso mortal inexistente antes de la misma; y

b) cuando el fin querido inmediatamente es la muerte desencadenada con esta omisión, aunque el fin mediato sea el cese del sufrimiento propio o ajeno.

c) No puede hablarse de suicidio u homicidio cuando la muerte es sólo un efecto secundario no deseado de la omisión de un medio que, además, no desencadena un proceso mortal sino que simplemente deja que un proceso subyacente siga su curso.

(1) Para una crítica exhaustiva a la pretensión de asegurar la aplicación "mecánica" del Derecho con el recurso a normas de clausura, cfr. LOMBARDI VALLAURI, "Corso di Filosofia del Diritto", Padova, Cedam, 1995, p. 25-51.
(2) Sobre la distinción entre principios y reglas cfr. CIANCIARDO, J., "Principios y reglas: una aproximación desde los criterios de distinción", LA LEY, 2004-C, 1179, y sus citas.
(3) Los trabajos más trascendentes en los cuales Dworkin volcó su crítica a Hart sobre la base de la distinción entre principios y reglas fueron los siguientes: "The Model of Rules", University of Chicago Law Review, XIV (1967), luego reimpreso en Taking Rights Seriously, Duchworth, Londres, 1977, cap. 2; "Social Rules and Legal Theory", The Yale Law Journal, LXXXI (1972), 855, reimpreso en Taking Rights (...), op. cit., cap. 3; y "Hard Cases", Harvard Law Review, 88 (1975), 1057, reimpreso en Taking Rights (...), op. cit., cap. 5. Entre los años 78 y 83 Dworkin respondió a las réplicas que generó su crítica al iuspositivismo, en una serie de artículos que fueron reimpresos en los primeros siete capítulos de "A Matter of Principle", Clarendon Press, Oxford, 1985. De éstos, el que más directamente se vincula a la discrecionalidad de los jueces es el capítulo 5, titulado "Is There No Right Answers in Hard Cases?", originalmente publicado en New York University Law Review, 53, N°1 (1978). Sobre la polémica con Hart cfr., a título de ejemplo, SOPER, E. PH., "Legal Theory and the Obligation of a Judge: The Hart/Dworkin Dispute", en Ronald Dworkin & Contemporary Jurisprudence, Cohen, M., ed., Duckworth, London, 1984, p. 3-27; así como el resumen que ofrece el propio Hart de esta polémica en el Poscriptum de HART, H.L.A., The Concept of Law, Clarendon Press, Oxford, 1994, p. 238-276.
(4) Cfr. HART., H.L.A., "The Concept (...)", op. cit., p. 154. Hart restringe en este sitio el rol creador de los jueces a los casos supuestamente excepcionales en que se ven obligados a definir el criterio último de validez legal, contenido en las reglas constitucionales más fundamentales, y admite una cierta restricción en esta creación, dada por el conjunto de estas reglas fundamentales que cuyo lenguaje no ofrece dificultades interpretativas.
(5) Cfr. Law´s Empire, Cambridge Mass, Harvard University Press, Cambridge, 1986, p. 47-48.
(6) Cfr. Idem, p. 49-53.
(7) Cfr. Idem, p. 65-68
(8) Rawls utiliza esta expresión en "El liberalismo político", A. DOMENECH, (trad.), Crítica, Barcelona, 1996, p. 43.
(9) Sobre el antiperfeccionismo como rasgo distintivo del liberalismo cfr. ZAMBRANO, P., "La disponibilidad de la propia vida en el liberalismo político. Análisis crítico a partir del pensamiento de John Rawls y Ronald Dworkin", Abaco de Rodolfo Depalma, 2005, introducción. Sólo a modo de ejemplo cabe citar, entre algunos de los trabajos más relevantes sobre el lugar nuclear del antiperfeccionismo en el pensamiento político liberal, GALSTON, Liberal Purposes, Cambridge University Press, 1991; GEORGE, R.P., "Making Men Moral", Clarendon Press, Oxford, 1993; HURKA, T., "Perfectionism", Oxford University Press, New York, 1993; SANDEL, M., "Liberalism and the Limits of Justice", Cambridge University Press, 1982. Como señala George, existe una gran variedad de interpretaciones de la exigencia antiperfeccionista en el seno del mismo liberalismo, (cfr. GEORGE, R.P., op. cit., p. 7-9, 160 sigtes.). Aquí tomamos la versión rawlsiana de antiperfeccionismo que, como se dijo, no pretende legitimar el Derecho sobre la base de una concepción neutra de justicia, sino sobre la base de una concepción sustantiva pero consensuada (cfr. RAWLS, J., op. cit., p. 225-227).
(10) Un ejemplo paradigmático de la cimentación de este principio en una concepción liberal de la justicia es la propuesta bioética y jurídica de Ronald Dworkin, en "El dominio de la vida, una discusión acerca del aborto, la eutanasia, y la libertad individual", CARACCIOLO, R. y FERRERES, V., (trads.), Ed. Ariel S.A., Barcelona, 1994, especialmente p. 206; y Freedom´s Law. The Moral Reading of the American Constitution, Harvard University Press, Cambridge, 1996, p. 50-51. Para una crítica a las insuficiencias de esta particular versión del principio de autonomía, cfr. ZAMBRANO, P., "La disponibilidad de la propia vida en el liberalismo político", Abaco, Buenos Aires, 2005, cap. 3, y sus citas.
(11) Cfr. SERNA, P., "Hermenéutica y relativismo. Una aproximación al pensamiento de Arthur Kaufmann", en SERNA, P., (Dir.), De la argumentación jurídica a la hermenéutica. Revisión crítica de algunas teorías contemporáneas, Granada, Comares, 2003, p. 211-247, pássim.
(12) Para un desarrollo más extenso de estas aporías cfr. SERNA, P., RIVAS, P., "Debe una sociedad liberal penalizar la eutanasia? Consideraciones en torno al argumento de la autonomía de la voluntad", Revista de Derecho de la Universidad de Piura 1 (2000), p. 147, y ZAMBRANO, P., op. cit., epílogo. En esta misma línea, algunos vinculan la aceptación del suicidio como derecho fundamental con la tradición que identifica la estructura de todos los derechos con la estructura específica del derecho de propiedad. Cfr. J. BALLESTEROS Postmodernidad: decadencia o resistencia, Madrid, Tecnos, 1989, p. 62 sigtes.; OLLERO TASSARA, A., Derecho a la vida y derecho a la muerte, Madrid, Rialp, 1994, p. 68; SHWARZ, B.V., "The respect for life", Persona y Derecho, II (1975), p. 103-110.
(13) Sobre la simultánea necesidad e insuficiencia del consenso en la legitimación del orden jurídico cfr., entre otros, OLLERO TASSARA, A., "Derechos humanos y metodología jurídica", Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 202 y sigtes.
(14) Se ha destacado en este sentido que los derechos humanos pueden comprenderse como exigencias absolutas de respeto únicamente cuando, previamente, se comprende a la persona como un sujeto querido como un fin en sí mismo, y no en función de otro ser. Cfr. SERNA, P., "El derecho a la vida en el horizonte cultural europeo de fin de siglo", en MASSINI, C. I. y SERNA, P. (eds.), "El derecho a la vida", Pamplona, Eunsa, 1998, p. 67. Sobre la capacidad de donación como lo propio o específico de la dignidad humana, cfr. SPAEMANN, R., "Sobre el concepto de dignidad humana", en MASSINI, C. I. y SERNA, P. (eds.), op. cit., p. 94 ss. Si bien es cierto que paralelamente a la dignidad ontológica puede distinguirse una dignidad dinámica o moral, entendida como el grado de perfección que alcanza cada individuo en particular con su obrar libre, ésta carece de entidad para afectar a la perfección ontológica del sujeto que le viene dada por su siempre actual capacidad de ser amada. Cfr. MILLAN PUELLES, A., "Persona humana y justicia social", Madrid, Rialp, 1989, p. 15 sigtes.
(15) La violación definitiva e irreversible que el suicidio representa para todos los fines naturales o bienes del propio sujeto suicida se suele proponer como fundamento para negar el carácter de derecho fundamental a la disposición de la propia vida. Cfr., por ejemplo, HERVADA, J., "Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo", Persona y Derecho II, 1975, p. 221 sigtes., y las obras allí citadas, todas las cuales remiten expresa o implícitamente a una concepción finalista del obrar moral y jurídico; GONZALEZ PEREZ, J., La dignidad de la persona humana, Madrid, Civitas, 1986, p. 121; MARTINEZ PUJALTE, A. L., "Los derechos humanos como derechos inalienables", en BALLESTEROS, J., Derechos humanos. Concepto, fundamento, sujetos, Madrid, Tecnos, 1992, p. 95; PUY, F., "Fundamento del derecho a la vida", Persona y Derecho II, 1975, p. 96; URDANOZ, T., "Introducción a la II-2 cuestión 65. El derecho a la integridad física y las violaciones a uno mismo", en Suma Teológica, V. VII, B.A.C, Madrid, 1954, p. 451. Si bien este razonamiento es aceptable desde el paradigma ético-jurídico que comparten todos estos autores, resulta a nuestro modo de ver insuficiente desde este mismo paradigma para justificar la antijuridicidad del suicidio, para lo cual habría que demostrar que la disposición de la propia vida no solamente afecta al sujeto suicida sino también, y simultáneamente, a terceros particulares o la comunidad en su conjunto. En este segundo sentido el carácter difusivo del valor de la persona -y de su vida- parece un camino más apropiado para legitimar las eventuales políticas preventivas del suicidio y represivas de la asistencia al suicidio.
(16) Parecen particularmente iluminadoras en este sentido las razones que, a juicio de Tomás de Aquino, justifican la limitación coactiva de la libertad individual: "la ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino sólo los más graves, aquellos que la mayor parte de la multitud puede evitar y, sobre todo, los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse", Suma Teológica, II-2 q. 96, art. 2. Cfr., asimismo: II-2 q. 58 art. 6, q. 69 art. 2 ad. 1, q. 77 art. 1 ad. 1, q. 78 art. 1 ad. 3, q. 95 art. 2 ad. 3, q. 96 art. 2 ad. 2. Cabe aclarar, por otra parte, que para Tomás de Aquino la identificación de los vicios "más graves" que pueden legítimamente prohibirse no es apriorística, sino prudencial. En este sentido advierte que "todo lo que se ordena a un fin debe ser proporcionado a ese fin. El fin de la ley humana es el bien común (...). Pero el bien común implica multiplicidad. Luego también la ley ha de tener en cuenta esa multiplicidad relativa a las personas, asuntos y tiempos distintos"; ídem, 2-2 q. 96 art. 1. Sobre la confluencia de la tradición liberal y la tradición tomista en el requerimiento de transitividad como presupuesto del uso de la coacción estatal, cfr. especialmente, FINNIS, J., Aquina, "Moral, Political, and Legal Theory", Oxford University Press, 1998, cap. VII; y RONHEIMER, M., "Fundamental Rights, Moral Law, And The Legal Defense Of Life In A Constitutional Democracy: A Constitutionalist Approach to the Encyclical Evangelium Vitae", American Journal of Jurisprudence, 43 (1998), p. 141 ss. La transitividad de los efectos dañinos del suicidio sobre la sociedad es también uno de los motivos por los cuales Aquino condena moralmente al suicidio, cfr. Suma Teológica, I-2, q. 21 art. 3.
(17) Sagrada congregación para la doctrina de la fe, Declaración sobre la eutanasia, (5.5.1980), en Enchiridion Vaticanum, 7, Dehoniane, Bolonia 1982, p. 332-351, N.2. También sobre la distinción entre tratamientos proporcionados y desproporcionados, como uno de los parámetros necesarios para distinguir entre omisiones equiparables a la eutanasia o al suicidio, y omisiones moral y jurídicamente legítimas, cfr., por ejemplo, VIMERCATI, F., DELL´ERBA, S., "Eutanasia ed accanimento terapéutico: il punto di vista medico-legale" en TARANTINO, A., E TARANTINO, M.L., (eds.), Eutanasia e diritto alla vita, Delgrifo, 1994, p. 169-178; PROIETTI, R., "Eutanasia e accanimento terapéutico: considerazioni mediche", en Idem, p. 183-189; SGRECCIA, E., Manual de bioética, V. M. Fernández (trad.), Diana, México, 1996, p. 166, donde en términos generales se cataloga a la alimentación e hidratación artificial como un tratamiento "proporcionado" en los casos de coma irreversible.
(18) Sobre este especial hincapié en la intencionalidad inmediata del agente, o en términos de moralidad clásica, en el objeto del acto, para distinguir entre omisiones moralmente lícitas y omisiones moralmente inaceptables cfr. D´AGOSTINO, F., "Bioética. Estudios de filosofía del Derecho", trad. de G. Pelletier y J. Licitra, Ética y Sociedad, Pamplona, 2003, p. 172.

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