Voces: FILOSOFÍA DEL DERECHO - INTERPRETACIÓN DE LA LEY - DERECHO A LA INTIMIDAD - DELITOS CONTRA LA INTEGRIDAD SEXUAL
Título: La inscripción de la ley: discriminación y arbitrariedad constitutiva en la irrupción de una huella temporal
Autor: Osvaldo R. Burgos
FECHA: 11/4/2008
Cita: MJD3416
Sumario
1. Relato y temporalidad. 2. Prohibición y metáfora. 3. La pura representación del incesto. 4 El individuo en la huella de la juridicidad. 5 Las razones del incesto. 6 Conclusiones.
Doctrina
Por Osvaldo R. Burgos (*)
“(...) Antes que la caterva insolente de los hijos de Egipto ponga el pie en esta arenosa playa, volvedlos al mar, a ellos y a sus remeras naves. Y allí perezcan asaltados por las olas embravecidas en deshecha borrasca de truenos, relámpagos y vientos, antes que hagan suyas a las hijas del hermano de su padre, y profanen con impía fuerza lechos de que la ley los rechaza.”
Esquilo(1)
1. Relato y temporalidad.
Todo relato corrompe el silencio y, en el acto de su manifestación, instaura una escisión, marca una huella. Luego, en la arbitraria adjudicación de las cargas de sentido que, en su estructura narrativa, supone, reconoce o desconoce –es decir, discrimina– aquellos espacios que, en su previa irrupción, había generado.
No puede concebirse una narración ajena a la temporalidad, en cuanto no puede despojarse a la temporalidad de su ínsita aprehensión de la angustia: es, justamente, por la angustia fundada en la precariedad intrascendente de su finitud, que el hombre se refugia y se justifica en su predisposición a la creencia en el rigor natural de una ley.
En la limitación angustiosa de su tiempo, el hombre es la mirada de los otros con los que se identifica y esta particularidad implica, necesariamente:
a) por un lado, que (el hombre) no puede verse, que sólo tiene una idea indirecta de sí, formada por los retazos azarosamente escogidos de las miradas –no menos azarosas– de los otros a quienes, a su vez, mira y cuya subjetividad contribuye a formar.
b) Por el otro, que (el hombre) no está solo, que es –en sí– en cuanto se relaciona socialmente o, al menos, en cuanto decide conscientemente prescindir de toda relación.
Lo dijimos ya, alguna vez(2): un hombre puede ser insustancial para la humanidad, pero para él mismo es, en sí, la humanidad toda(3). Incluso más; es su propia noción del universal que lo involucra y que –por la propia condición de universal– no puede percibir.
Cada ley –en su momento y dentro de los límites de su lugar histórico– configura, así, el relato supremo de una comunidad y, en su pretensión innata de erguirse en mito fundacional, se inscribe en el tiempo.(4)
Así, según sea la forma en que tal inscripción se exprese, se determinarán –para aquellos predispuestos a la creencia en su rigor– los límites de lo pensable.
La idea general de lo justo importa, entonces, en cada cosmovisión, una referencia que, salvo propuestas patológicas, deviene ineludible; supone la construcción de una idea (particular) endógena que acaba por conformar al individuo, sea en su respeto, sea en la reacción en su contra. Si el Verbo prescriptivo no puede despojarse de su temporalidad; el individuo, tampoco.
Situándonos en el ejemplo del epígrafe: ¿por qué aquello que fue suficiente para escandalizar a Dánao y proponer el éxodo a sus hijas(5) no alcanzó, sin embargo, para frenar el impulso sexual de sus sobrinos egipcios?
No hay aquí, todavía, un conflicto de representaciones, en tanto que el impulso sexual es puro acto, manifestación directa de la esencia bestial, nula representación.
Los varones egipcios son situados, así y aquí, en una instancia anterior al imperio de la ley, en cuanto no participan de la creencia respecto a la prohibición del incesto.
De esta forma, Esquilo expresa los márgenes de la temporalidad que respeta y caracteriza (aquello que es, para él) la marginación, el espacio de lo execrable –lo que no puede pensarse– como si fuera un mandato natural: al expresarse en una discriminación, toda prohibición reconoce, en su génesis, una postulación de intolerancia.
2. Prohibición y metáfora
Si todo lo que no está expresamente prohibido, está permitido, ningún ordenamiento jurídico puede concebirse como una construcción de posibilidades sino que, muy por el contrario, deberá entenderse necesariamente como una suma de prohibiciones.
Así, aquello que nuestra particular aprehensión de la juridicidad nos niega es, para nosotros, lo pensable. Fuera de ello; el vacío, la acción inefable, el mero acto condenado a ser efímero, a reputarse bárbaro(6), en cuanto permanece ajeno a la inscripción lingüística de la ley y escapa a las palabras que forman el pensamiento común.
El orden representativo determina, entonces, el acontecimiento representable, contribuye a formar lo mismo que –en una instancia ulterior– habrá de representar: situado en el plano lingüístico, el proceso jurídico exhibe su naturaleza dual de acto de representación, viste los ropajes de la metáfora.
Dice, al respecto, Carlos Nino:(7)
“(...) el razonamiento jurídico justificativo debe necesariamente moverse a partir de premisas que están provistas de principios morales autónomos: principios cuya determinación, naturalmente, es objeto de gran discusión. Estos principios no son aplicados directamente a una acción o decisión, sino a una determinada práctica jurídica. Si esta práctica se revela justificada en base a tales principios –que controlan también la elección de la interpretación de la práctica, entre varias alternativas compatibles con la propia conservación que ésta normalmente presenta– eso genera proposiciones normativas que pueden ser aplicadas a la decisión en cuestión.” (8)
Es decir: la representación (lo que Nino llama principios morales autónomos) precede al acto (la acción o decisión), en cuanto establece sus márgenes de posibilidad (la amplitud de una determinada práctica jurídica, el espacio de lo pensable).
Luego de justificar –como referencia ineludible– el acto que representa y al que contribuyó a manifestar; la representación lo juzga, lo sobrevive en su interpretación, decide sobre su viabilidad y perpetúa –o no– su presencia.
Este proceso no sería posible en una estructura de tiempo discreto(9), como la que habitan –por necesidad de aprehensión– los ordenamientos jurídicos positivos occidentales y en la que se manifiestan, cómodamente, la mayoría de los corpus jusfilosóficos: necesita, por el contrario, la concepción de un tiempo continuo, debe incorporar la idea de la duración bergsoniana, requiere considerar la permanencia del pasado (representación) en el presente (acto) y la proyección de su previsibilidad hacia el futuro (interpretación, o acto representativo).
3. La pura representación del incesto.
Elegimos comenzar estas líneas con la exposición trágica del incesto, en cuanto nos parece extremadamente gráfica de aquello que queremos decir.
La prohibición de las conductas incestuosas –en cuanto consistan, se entiende, en el acceso carnal consentido entre dos personas adultas– se evidencia inconcebible fuera de la representación moral. El acontecimiento jurídico que establece su punición responde, por tanto, a una particular predisposición a la creencia del imperio de una ley natural; configura, en definitiva, un acto de fe antes de erigirse como un acto de razón.
En ciertos ordenamientos normativos en los que se garantiza la libre elección en materia sexual(10), el incesto continúa siendo –por sí, e independientemente del acceso carnal que expresa– una acción punible, aún sin víctimas identificables y con la participación necesaria de ambos involucrados.
Se trata de un ejemplo extremo: el acto es execrado de lo pensable, sólo por la representación que lo configuró y que, luego, lo interpreta desconociéndolo, en una negación de su referencia que lo sitúa en el espacio de lo patológico.
En los mismos términos que Richard Rorty utilizaba para postular la resistencia al dolor –y el, consecuente mandato de reacción ante el mismo– podríamos caracterizar al acto sexual como un fenómeno prelingüístico: siendo anterior a la instauración del relato, el acto sexual no puede punirse ni alentarse, en cuanto acontecimiento.
Lo inefable permanece sin condena; en términos de Soren Kierkegaard es el arrepentimiento del pecador, aquello que configura (podríamos decir, “hacia atrás en el tiempo”) al pecado: la representación de un acto en la idea general de lo justo –el marco de lo pensable– se exhibe imprescindible a la consideración posterior de lo representado en la idea individual que es cada hombre en su interacción social.(11)
No obstante, aun sin violencia, sin abuso, sin víctimas; el incesto sigue re-presentándose –en nuestras sociedades occidentales, a diferencia del mandato que, según Esquilo, animaba a los varones egipcios y también, a diferencia de la inexistencia evidente del tabú en todos los relatos de los tiempos bíblicos(12)– como una afrenta a la juridicidad en cuanto aquello que es, para cada cosmovisión, lo pensable; será, en una instancia posterior, lo posible.
Siendo consejero y guía de sus hijas, Dánao “entre todos los males, resolviéndose por el más honroso, determinó que huyésemos (que huyeran) sin tardanza”(13). En tierra extraña, les aconsejará, luego, resignar cualquier arrogancia en el acento, evitar toda altanería y exhibir ademán dulce y mesura(14): mostrarse dispuestas a “hacer jiras estos linos que me (las) visten y este velo de Sidón que cubre mi (sus) cabeza/s”.
Es decir: disponerse, ante la eventualidad configurada de una disyuntiva extrema, a resignar, incluso, su propia re-presentación (al menos, en sus elementos visibles) como individuos antes de ceder a la pretensión de sus primos egipcios de instrumentar –en y con ellas– una conducta imposible, ajena a la huella en la que, su temporalidad particular, determina lo pensable.
Perseguidas por el vigor de lo inefable –y, por lo tanto, bestial– las danaides han de manifestarse dispuestas a la aprehensión de una forma distinta de inscripción de la ley: aceptarán su condición de bárbaras en una cosmovisión ajena, antes de ser sometidas por el silencio no calificado ni calificable de aquello que se hallan inhibidas de pensar.
La pura representación del incesto imposibilita el acto –al menos, en los límites de su juridicidad–: siendo víctimas, serán culpables.
De esa culpabilidad involuntaria, mucho antes que de la intención sexual de sus primos, parecen escapar las hijas de Danao.
4 El individuo en la huella de la juridicidad.
Sólo hay una pregunta verdaderamente seria desde la perspectiva filosófica, dice Camus(15), y es aquella que inquiere sobre si la vida vale la pena de que se la viva(16), o no.
Como casi todas, esta pregunta admite una respuesta a priori, en términos absolutos.
No obstante, una vez descartado el recurso a la intuición, también acepta disquisiciones deconstructivas.
La mera enunciación de si algo –en este caso, la vida– vale la pena o no, contiene un límite en el interior de la formulación que inscribe: aquel que separa los supuestos que inducirían a una respuesta positiva, de los que, por el contrario, habrán de determinar una respuesta de negación.
Indagar acerca de dónde se sitúa tal límite, supone enviar la decisión requerida hacia un debate respecto a qué cosas hacen que la vida valga la pena de ser vivida o, en términos de Dworkin, cuáles son las cosas que hacen a la vida, valiosa.(17)
Podría incluso, permitirse un envío hacia un plano lingüístico anterior y preguntarse si existen, realmente, cosas que hagan a la vida, valiosa o si, por el contrario; la vida tiene un valor per se, independientemente de cuáles fueran las circunstancias en las que deba ser vivida.
No obstante, inclinándonos por esta última posición debiéramos volver al absolutismo de la respuesta afirmativa a priori: anularíamos cualquier acto de razón con nuestra omnicomprensiva profesión de fe, escaparíamos al registro de la juridicidad.
En la relatividad habita el derecho(18); a un modo particular de inscripción de la ley en el lenguaje, pertenecemos.
En la huída que Danao prepara para sus hijas subyace una elección: siendo partícipes necesarias –y, por lo tanto responsables de la manifestación en el registro de lo fáctico– de una pura representación con carga de significación tan negativa como para excluir el acto (la inhibición del incesto no radica en el hecho de la relación sexual, tampoco en las personas intervinientes como tales, sino en la relación de parentesco que es una construcción de la idea general de lo justo o cosmovisión) la vida de las suplicantes no merecería la pena.
El éxodo de las tierras de Egipto(19) supone, así, una expresión de reconocimiento hacia el emplazamiento del límite interior que porta la que, según Camus, es la única pregunta filosófica seria: para Dánao y sus hijas, según Esquilo, “el menor de los males” es integrarse como referencia individual de negación (como bárbaras) a una cosmovisión ajena.
En tal posicionamiento, aún vivir en situación de barbarie (esto es, marginación, renuncia a la manifestación exterior de la propia ley, sometimiento a modos ajenos de inscripción de la ley, imperantes en territorios impropios) justificaría la vida; por el contrario, negar la propia idea general de lo justo a la que nuestra existencia como individuos se refiere –esto es, perder toda referencia de representación, aceptando la participación en un hecho que, como acto, deviene irrepresentable, en cuanto nos hallamos inhibidos de pensarlo– supone la propia negación y resulta, entonces, una resignación aún más gravosa que la muerte.(20)
5 Las razones del incesto.
Existen razones biológicas para prohibir el incesto. Existen, además, razones patrimoniales.
Más allá de eso, parece claro que ni la persistencia de genes recesivos(21) ni la necesidad de respetar la exogamia en la conformación social importan la arrogancia de una génesis natural para la inhibición propuesta: la prohibición del incesto deviene –en su manifestación y más allá del rastro de su origen– de un mandato cultural y, es a partir de tal característica insolayable, que se inscribirá, o no, dentro de los márgenes de lo pensable y, en cualquier caso, respetando, siempre, la carga de significación adjudicada a su pura representación por la huella de la juridicidad.
La forma de inscripción de la Ley en el lenguaje que sustentaba el pensamiento de Dánao, según relata Esquilo, por ejemplo, abominaba de las relaciones carnales entre primos hermanos.(22)
En términos freudianos, el incesto real es –únicamente– aquel que involucra a una madre y a su hijo. Debiéramos agregar, en el apoyo de esta postulación, que tal vínculo es el único de cuya certeza podemos exhibir pruebas biológicas fehacientes: ser madre es, primero, una cuestión natural, ser padre es –en oposición– una decisión social surgida, tal vez y en el mejor de los casos, de una simple presunción. El resto de los parentescos responde a una necesidad de organización social: su respeto –o no– halla sustento en una elección previa (discriminatoria y siempre arbitraria) de la juridicidad y el emplazamiento particular del límite –y su consecuente marginalidad– en la imposición de lo legítimo.
“ (...) antes que hagan suyas a las hijas del hermano de su padre, y profanen con impía fuerza lechos de que la ley los rechaza” sostiene el epígrafe con el que iniciáramos estas líneas y expone, una vez más, que no es sino la Ley –o, en nuestros términos, su forma de inscripción como espacio de representación– quien rechaza o permite el acceso –acontecimiento, presencia– de los justiciables (quienes transitan por la huella de pensamiento que aquella inscribe) a “ciertos lechos”. Luego, en su interpretación:
a) concederá representación a tal presencia, o bien,
b) se la negará, execrándola tras el margen de lo inefable. Y ello porque, una conducta que no puede nombrarse ni decirse resulta, necesariamente, imposible de pensar en términos de comportamiento.
“(...) eso muestra que el razonamiento jurídico debe desarrollarse en dos fases. En la primera fase, la práctica que una decisión puede reforzar o sabotear, debe ser valorada a la luz de principios morales autónomos e intersubjetivos. Si el resultado de tal examen es categóricamente o condicionadamente positivo –quizás la conclusión es que la práctica se encuentra justificada en cuanto sea reorientada en cierta dirección–, la segunda fase del razonamiento jurídico se dirige a la determinación de la acción o de la decisión que contribuya a acercar la práctica a los principios morales precedentes y, al mismo tiempo, a reforzar su continuidad. Naturalmente, estos dos objetivos a menudo se encuentran en tensión recíproca, y el actor jurídico no puede hacer otra cosa que valorar el peso respectivo de ellos; es por ello que no puede a priori darse una regla precisa.”(23)
Concordamos, en lo sustancial, con esta afirmación de Carlos Nino, en cuanto:
a) Elude el absolutismo propio de los actos de fe, proponiendo, para el razonamiento jurídico, un desarrollo en dos fases y, entonces, necesariamente mediatizado.
b) Inscribe la juridicidad –surgida de la angustia del hombre, por el tiempo que transcurre y la certeza de su fin– en un plano lingüístico, al requerir la intersubjetividad como naturaleza insoslayable de los principios morales autónomos que postula, y
c) Propone a la inscripción de la ley como una necesidad de la razón, al considerar en condición de expectativa posible la reorientación de la práctica en cierta dirección, diferenciándose, así, de la irremediabilidad propia del pecado.(24)
No obstante, entendemos que cuando la idea general y la idea particular de lo justo –siguiendo, ahora, nuestra terminología– se sitúan en una situación de tensión recíproca, como la expuesta en el párrafo citado; la libertad del actor jurídico (esto es, el individuo, el justiciable) para valorar el peso relativo de cada una de ellas, se presenta notoriamente restringida.
No debería soslayarse que, una de las opciones en tensión (aquella que identificamos como idea particular de lo justo) ha sido forjada, justamente, en referencia de la otra y que no puede pensarse prescindiendo de ella.
Lo hemos expuesto, ya, en párrafos anteriores: al excluir al hombre de su concepción temporal, la negación de la propia juridicidad –en cuanto representación y huella de lo pensable– importará una pérdida aún más gravosa que la propia muerte(25), acontecimiento fatal, en el que culmina el tiempo individual y hasta cuya representación, siempre incompleta, puede rastrearse el inicio de la angustia.
“ ‘Saber que uno va a morir no es nada’, dice un condenado de Fresnes (citado por Camus) ‘el terror y la angustia está en no saber si uno va a vivir’”(26)
Es en esa angustia –magnificada en terror por la certeza, en el caso del condenado a muerte– que el hombre, sostenemos, estructura su creencia en la naturalidad de la Ley que respeta.
Observamos, allí, la existencia de un plano implícito –anterior a la primera de las fases identificadas, por Nino, para el razonamiento jurídico– que permitirá, con independencia del modo en que se manifieste, la posterior inscripción de la ley en el lenguaje.
El achtung kantiano o predisposición a la creencia –en el rigor natural del mandato dentro del que, el justiciable, se ha con-formado– garantiza la posibilidad de vigencia de toda prescripción normativa que transite la huella inscripta por la Ley e, incluso, sustentará su persistencia temporal, aún ante supuestos de posterior revocación o desconocimiento del mandato que, en sí, la hipotética norma exprese.
Es, justamente, este elemento implícito ineludible, el que condicionará la respuesta de aquel actor jurídico del que hablaba el jurista: de modo que, no sólo no puede a priori darse una regla precisa, sino que, mucho más allá (y más acá) de ello.
a) cualquier regla a priori deviene imposible de pensar, en la huella que la juridicidad ha decidido trazar en el lenguaje.
b) Si no puede pensarse la regla, se niega la posibilidad de darla en el caso concreto, inhibiéndose el automatismo de su dictado.
c) Sin regla apriorística y sin posibilidad de automatismo en la respuesta jurídica, la indubitabilidad escapa al territorio de lo legítimo; la precisión se torna, así, en una expectativa vana para cualquier norma de derecho.
“(...) No sé que hacer, no sé qué partido tomar, y el alma se llena de temor lo mismo si quiero concederte lo que pides que si quiero negártelo”(27) hace decir Esquilo al rey Pelasgo, en su posición de juez y ante la petición de las hijas de Danao: inaugura así la incertidumbre que acompañará, en su condición natural y a lo largo de los siglos, a todo actor jurídico con poder de imposición –fatalmente restringido– en la metáfora de representación que, cualquier acto de interpretación jurídica, importa.
Y es que, en términos derrideanos, todo acto de justicia será, siempre, tan urgente como imposible.
6 Conclusiones.
En coherencia con nuestro planteo, sostenemos que todas las conclusiones resultan provisorias en cuanto, tanto la irrupción como la detención de un relato –su fin y su principio– responden, siempre, a una decisión arbitraria del narrador.(28)
“Todo relato corrompe el silencio y, en el acto de su manifestación, instaura una escisión, marca una huella” decíamos, al inicio de estas líneas. Una vez corrompido, el silencio es un mito al que no puede volverse.
“No puede concebirse una narración ajena a la temporalidad, en cuanto no puede despojarse a la temporalidad de su ínsita aprehensión de la angustia”, continuábamos. Inscripta que fuera la juridicidad en el lenguaje, la marginación deviene natural: la posibilidad de su superación sólo responde, en el mejor de los casos, a la ingenuidad –o a la desmesurada fe– de quien proponga tal expectativa.
Así, entre la imposibilidad del pasado y la improbabilidad del futuro, el individuo jurídico transita la huella de su cosmovisión: lo hace en un tiempo continuo, desde su angustia por la fatal finitud de la temporalidad, y sin posibilidad de absolutismos ni respuestas a priori.
Dentro de tales límites construye su rastro personal, en referencia a los modos de inscripción general de su Ley, en el lenguaje común, y desde el plano implícito de su predisposición a la creencia natural de vigencia de la juridicidad a la que su idea particular refiere, cualquiera sean sus modos.
En tal sentido, los conflictos de pura representación se asumen imposibles. Cualquier pretensión de imposición de una Ley, por sobre otra, envía su manifestación a los registros de lo fáctico, configura una manifestación vacía de la pulsión de muerte, deviene en un simple acto de barbarie.
En el ejemplo utilizado para este trabajo, Esquilo adjudica tal pretensión a los hijos de Egipto y entonces, según hemos postulado ya; en las cargas de sentido que atribuye a su conducta –a partir de su desconocimiento de la Ley del incesto, para él, suprema– los relega hacia un espacio pre-jurídico de solo acontecimiento, les niega toda posibilidad de representación.
Es su imposibilidad de pensamiento re-presentativo aquello que culmina conduciéndolos, casi con seguridad, a una batalla evitable que, justamente por su evitabilidad, parece no ser digna de integrar el relato en el que el poeta narra su génesis.
Lamentablemente algunos milenios después –y pese al silencio de sentido impuesto por Esquilo a la brutalidad– desaforadas intenciones de imponer las propias ficciones como universales, siguen repitiéndose; cada día la historia brinda nuevos ejemplos –de pueblos e individuos– con los que bien pudieran graficarse desatinos y excesos similares.
(1) Esquilo; Las suplicantes, párodo (coro)
(2) BURGOS, Osvaldo R. La sociedad desestructurada.
(3) De allí nuestra posición respecto a que el mundo existe, para cada uno, sólo en el momento en que se participa de la vida, en el que se puede tener conciencia de su existencia y la idea, consecuente, de que el suicida decide negar al mundo la representación de su presencia individual, antes de la ejecución del acto por el que lo niega.
(4) Esta afirmación puede, fácilmente, demostrarse constatando la aspiración, natural, de dividir el tiempo que porta, por definición, toda ley suprema: los modos de aprehender (de contar) el transcurso indetenible de los años, propios y distintivos de cada cosmovisión religiosa, así lo atestiguan sobradamente.
(5) “Dánao, nuestro padre, ha sido nuestro consejero y nuestro guía; él quien entre los males, resolviéndose por el más honroso, determinó que huyésemos sin tardanza...”. Esquilo, ob. cit.
(6) Parece por demás interesante deconstruir esta afirmación: el término bárbaro hace referencia, etimológicamente, a aquel que balbucea, que no tiene dominio de la lengua común (la griega) y, por tanto, no debe ser considerado en sus pensamientos. Marginados a la acción y negada toda su facultad de representación, los bárbaros eran condenados a la esclavitud según argumentos defendidos, entre otros, por Aristóteles. (ver ARISTOTELES, Política). Usualmente, y ya en la lengua común de nuestros días, ante aquello que se considera una barbaridad, suele expresarse que “no hay palabras” para contarlo.
(7) En términos de Owen Fiss (Yale Law School) “Carlos S. Nino fue un hombre de amplio espectro: escribió sobre derecho, filosofía, política y ética, viviéndolos todos. Fue, quizás, el mejor filósofo de derecho que Latinoamérica ha producido jamás.”
(8) NINO, Carlos: Los escritos de Carlos S. Nino, Derecho, moral y política, Tomo 1 página 188.
(9) Entendemos por discreto al tiempo seriado, concebido a partir de un intervalo mínimo identificable.
(10) Nos referimos, específicamente, al Derecho alemán que, en el artículo 173 de su Código penal, tipifica al incesto como una acción delictiva, penada con hasta tres años de privación de la libertad.
(11) O, podríamos agregar, en su negación consciente de toda interacción.
(12) Los ejemplos de incesto en el antiguo testamento sobran. Tal vez el más difundido (aquel que suele tenerse más presente, es decir, el más representado) sea el que involucra al patriarca Lot y a sus hijas.
(13) Esquilo, ob. cit., página 17.
(14) Así les dice, expresamente, en la parte final de su parlamento en Episodio 1: “(...) Nada de arrogancia en vuestro acento: el semblante honesto, la mirada apacible, y todo vuestro ademán dulce y mesurado. Mucho comedimiento en las palabras y nada de discursos prolijos (...) Acuérdate que hay que ceder; que eres una extranjera fugitiva y necesitada, y que a los que están debajo no les cuadra hablar con altanería.”
(15) CAMUS, Albert; El mito de Sísifo, página 13.
(16) En términos de análisis económico, podría decirse “si justifica el esfuerzo que supone”.
(17) No es la primera vez que en nuestro trabajo, recurrimos al planteo que Dworkin yergue en su obra El liberalismo, expresado en los siguientes términos: “Cada persona sigue una concepción más o menos articulada de qué es lo que le da valor a la vida. El erudito que valora la vida contemplativa tiene una concepción sobre qué es lo que hace a la vida valiosa; también la tiene el ciudadano que mira televisión, bebe cerveza y dice ‘esto es vida’, aunque, desde luego, ha reflexionado menos sobre el asunto y está menos preparado para describir o defender su concepción. DWORKIN, Ronald, El liberalismo, página 23. No obstante debemos aclarar aquí, que esta diferenciación se da en una instancia posterior a la planteada por Camus, sin suponer una situación extrema como la expuesta por Esquilo y aceptando que, tanto el erudito, como su contrafigura –el hombre que bebe cerveza y mira televisión, aquello que hemos llamado en otros escritos ‘el paradigma Homero Simpson’– conviven sin inconvenientes dentro de una misma cosmovisión, participan de una común idea general de lo justo, aún cuando difieran, muy probablemente, en las concepciones individuales en las que, respecto a aquella, se sitúan.
(18) “Cuanto más aprendemos sobre el derecho, más nos convencemos de que nada importante sobre él es del todo indiscutible” DWORKIN, Ronald. El imperio de la justicia, página 21.
(19) Es interesante observar cómo Egipto es, repetidamente y en distintos planteos míticos, el lugar del que se huye, siempre, hacia el ideal situado en la antigüedad, hacia la tierra –más o menos legendaria– de los ancestros: Moisés hacia la tierra prometida, la reina de Saba hacia Etiopía, las danaides hacia la Argólida.
(20) ¿Es que acaso puede existir una “resignación aún más gravosa que la muerte”? Esta lectura de Esquilo parece decir que sí, en cuanto dentro de los parámetros del planteo que estructura y desde la perspectiva que impone; el individuo, impelido por la, siempre difícil, tarea de construcción de su propia mirada sobre sí, transita la huella de aquello que es (para él y para los otros a partir de quienes se identifica) lo pensable. Luego, se justifica en la arbitrariedad de su propia discriminación y acaba por reconocerse en una forma particular de inscripción de la ley: de tal manera, la negación de la referencia puede fácilmente considerarse como más gravosa que la muerte, ya que si ésta supone la aceptación de una vida previa, aquella desnaturaliza al hombre hasta tales extremos que, perdiendo toda razón de su existencia y al diluirse su rastro individual, es como si jamás hubiera existido. Claramente puede fundarse esta afirmación en la cita de Estrofa VI (replicada, con ligera variación en Antistrofa VI): “(...) En vida estoy celebrando mis honras con estos funerarios plañidos que tan bien sientan a mi dolor. ¡Oh montuosa tierra de la Argólide, séme propicia; yo te adoro! Escucha benigna mi lengua bárbara. Mira cómo me precipito a hacer jiras estos linos que me visten y este velo de Sidón que cubre mi cabeza”. ESQUILO, ob. cit. páginas 19 y 20.
(21) Si alguien tuviera descendencia con su hijo/a –quien porta el 50% de su propio patrón genético– el fruto de esa unión contaría con el 75% de sus genes. Si, hipotéticamente, pudiera considerase la procreación de aquel individuo con este, el resultado de tal unión replicaría en un 87,5% el mapa genético del primero. Así, grados ulteriores de procreación con la propia descendencia aproximarían los niveles de identidad genética a un 100%, aún cuando nunca alcanzarían tal patrón. El 100% de identidad genética es una posibilidad sólo alcanzable por clonación, proceso en el que –a diferencia de la procreación– interviene un solo individuo.
(22) Tal referencia general resulta notoriamente más rigurosa que la imperante entre nosotros: en el Derecho argentino, según disposición del artículo 166 del Código Civil vigente, no sólo es posible el matrimonio entre parientes colaterales de cuarto grado –primos hermanos, o al decir del poeta griego “hijas (e hijos) del hermano de su padre” –sino que también está permitido el celebrado entre parientes colaterales del tercer grado –tío/a y sobrina/o–.
(23) NINO, Carlos, ob. cit., página 188.
(24) En términos de fe, en cambio, la culpabilidad deviene atemporal e infranqueable, con la sola excepción del perdón que es la manifestación de una voluntad superior.
(25) Ver nota 20.
(26) CAMUS, Albert y KOESTLER, Arthur, La Pena de muerte, página 136.
(27) ESQUILO, ob. cit. Rey, estrofa II, página 28.
(28) En tal sentido, observamos que Esquilo culmina su tragedia con la llegada del heraldo egipcio a las costas de la Argólide: la huída del incesto, de las hijas de Dánao, provoca, así, una batalla que sólo se induce en términos de certeza pero que no puede afirmarse como verdad, en cuanto ha sido omitida por la narración.
(*) Abogado (Universidad Nacional de Rosario); Posgrado en Derecho de Daños (Universidad Católica Argentina); Doctorando en Derecho (Universidad Nacional de Rosario, desde 2006). Profesor Adscripto Filosofía del Derecho (U.N.R.). Segundo Premio Nacional del Seguro, edición 2003; Mención al Premio Nacional del Seguro, edición 2001 y 2004. Ponente en diversos Congresos. Autor de numerosas publicaciones sobre Derecho y Seguros, tanto en la República Argentina como en México, Costa Rica y Perú. Algunos de sus trabajos integran, entre otras, la Biblioteca de Consulta de la Organización Internacional del Trabajo, sede San José de Costa Rica.
Título: La inscripción de la ley: discriminación y arbitrariedad constitutiva en la irrupción de una huella temporal
Autor: Osvaldo R. Burgos
FECHA: 11/4/2008
Cita: MJD3416
Sumario
1. Relato y temporalidad. 2. Prohibición y metáfora. 3. La pura representación del incesto. 4 El individuo en la huella de la juridicidad. 5 Las razones del incesto. 6 Conclusiones.
Doctrina
Por Osvaldo R. Burgos (*)
“(...) Antes que la caterva insolente de los hijos de Egipto ponga el pie en esta arenosa playa, volvedlos al mar, a ellos y a sus remeras naves. Y allí perezcan asaltados por las olas embravecidas en deshecha borrasca de truenos, relámpagos y vientos, antes que hagan suyas a las hijas del hermano de su padre, y profanen con impía fuerza lechos de que la ley los rechaza.”
Esquilo(1)
1. Relato y temporalidad.
Todo relato corrompe el silencio y, en el acto de su manifestación, instaura una escisión, marca una huella. Luego, en la arbitraria adjudicación de las cargas de sentido que, en su estructura narrativa, supone, reconoce o desconoce –es decir, discrimina– aquellos espacios que, en su previa irrupción, había generado.
No puede concebirse una narración ajena a la temporalidad, en cuanto no puede despojarse a la temporalidad de su ínsita aprehensión de la angustia: es, justamente, por la angustia fundada en la precariedad intrascendente de su finitud, que el hombre se refugia y se justifica en su predisposición a la creencia en el rigor natural de una ley.
En la limitación angustiosa de su tiempo, el hombre es la mirada de los otros con los que se identifica y esta particularidad implica, necesariamente:
a) por un lado, que (el hombre) no puede verse, que sólo tiene una idea indirecta de sí, formada por los retazos azarosamente escogidos de las miradas –no menos azarosas– de los otros a quienes, a su vez, mira y cuya subjetividad contribuye a formar.
b) Por el otro, que (el hombre) no está solo, que es –en sí– en cuanto se relaciona socialmente o, al menos, en cuanto decide conscientemente prescindir de toda relación.
Lo dijimos ya, alguna vez(2): un hombre puede ser insustancial para la humanidad, pero para él mismo es, en sí, la humanidad toda(3). Incluso más; es su propia noción del universal que lo involucra y que –por la propia condición de universal– no puede percibir.
Cada ley –en su momento y dentro de los límites de su lugar histórico– configura, así, el relato supremo de una comunidad y, en su pretensión innata de erguirse en mito fundacional, se inscribe en el tiempo.(4)
Así, según sea la forma en que tal inscripción se exprese, se determinarán –para aquellos predispuestos a la creencia en su rigor– los límites de lo pensable.
La idea general de lo justo importa, entonces, en cada cosmovisión, una referencia que, salvo propuestas patológicas, deviene ineludible; supone la construcción de una idea (particular) endógena que acaba por conformar al individuo, sea en su respeto, sea en la reacción en su contra. Si el Verbo prescriptivo no puede despojarse de su temporalidad; el individuo, tampoco.
Situándonos en el ejemplo del epígrafe: ¿por qué aquello que fue suficiente para escandalizar a Dánao y proponer el éxodo a sus hijas(5) no alcanzó, sin embargo, para frenar el impulso sexual de sus sobrinos egipcios?
No hay aquí, todavía, un conflicto de representaciones, en tanto que el impulso sexual es puro acto, manifestación directa de la esencia bestial, nula representación.
Los varones egipcios son situados, así y aquí, en una instancia anterior al imperio de la ley, en cuanto no participan de la creencia respecto a la prohibición del incesto.
De esta forma, Esquilo expresa los márgenes de la temporalidad que respeta y caracteriza (aquello que es, para él) la marginación, el espacio de lo execrable –lo que no puede pensarse– como si fuera un mandato natural: al expresarse en una discriminación, toda prohibición reconoce, en su génesis, una postulación de intolerancia.
2. Prohibición y metáfora
Si todo lo que no está expresamente prohibido, está permitido, ningún ordenamiento jurídico puede concebirse como una construcción de posibilidades sino que, muy por el contrario, deberá entenderse necesariamente como una suma de prohibiciones.
Así, aquello que nuestra particular aprehensión de la juridicidad nos niega es, para nosotros, lo pensable. Fuera de ello; el vacío, la acción inefable, el mero acto condenado a ser efímero, a reputarse bárbaro(6), en cuanto permanece ajeno a la inscripción lingüística de la ley y escapa a las palabras que forman el pensamiento común.
El orden representativo determina, entonces, el acontecimiento representable, contribuye a formar lo mismo que –en una instancia ulterior– habrá de representar: situado en el plano lingüístico, el proceso jurídico exhibe su naturaleza dual de acto de representación, viste los ropajes de la metáfora.
Dice, al respecto, Carlos Nino:(7)
“(...) el razonamiento jurídico justificativo debe necesariamente moverse a partir de premisas que están provistas de principios morales autónomos: principios cuya determinación, naturalmente, es objeto de gran discusión. Estos principios no son aplicados directamente a una acción o decisión, sino a una determinada práctica jurídica. Si esta práctica se revela justificada en base a tales principios –que controlan también la elección de la interpretación de la práctica, entre varias alternativas compatibles con la propia conservación que ésta normalmente presenta– eso genera proposiciones normativas que pueden ser aplicadas a la decisión en cuestión.” (8)
Es decir: la representación (lo que Nino llama principios morales autónomos) precede al acto (la acción o decisión), en cuanto establece sus márgenes de posibilidad (la amplitud de una determinada práctica jurídica, el espacio de lo pensable).
Luego de justificar –como referencia ineludible– el acto que representa y al que contribuyó a manifestar; la representación lo juzga, lo sobrevive en su interpretación, decide sobre su viabilidad y perpetúa –o no– su presencia.
Este proceso no sería posible en una estructura de tiempo discreto(9), como la que habitan –por necesidad de aprehensión– los ordenamientos jurídicos positivos occidentales y en la que se manifiestan, cómodamente, la mayoría de los corpus jusfilosóficos: necesita, por el contrario, la concepción de un tiempo continuo, debe incorporar la idea de la duración bergsoniana, requiere considerar la permanencia del pasado (representación) en el presente (acto) y la proyección de su previsibilidad hacia el futuro (interpretación, o acto representativo).
3. La pura representación del incesto.
Elegimos comenzar estas líneas con la exposición trágica del incesto, en cuanto nos parece extremadamente gráfica de aquello que queremos decir.
La prohibición de las conductas incestuosas –en cuanto consistan, se entiende, en el acceso carnal consentido entre dos personas adultas– se evidencia inconcebible fuera de la representación moral. El acontecimiento jurídico que establece su punición responde, por tanto, a una particular predisposición a la creencia del imperio de una ley natural; configura, en definitiva, un acto de fe antes de erigirse como un acto de razón.
En ciertos ordenamientos normativos en los que se garantiza la libre elección en materia sexual(10), el incesto continúa siendo –por sí, e independientemente del acceso carnal que expresa– una acción punible, aún sin víctimas identificables y con la participación necesaria de ambos involucrados.
Se trata de un ejemplo extremo: el acto es execrado de lo pensable, sólo por la representación que lo configuró y que, luego, lo interpreta desconociéndolo, en una negación de su referencia que lo sitúa en el espacio de lo patológico.
En los mismos términos que Richard Rorty utilizaba para postular la resistencia al dolor –y el, consecuente mandato de reacción ante el mismo– podríamos caracterizar al acto sexual como un fenómeno prelingüístico: siendo anterior a la instauración del relato, el acto sexual no puede punirse ni alentarse, en cuanto acontecimiento.
Lo inefable permanece sin condena; en términos de Soren Kierkegaard es el arrepentimiento del pecador, aquello que configura (podríamos decir, “hacia atrás en el tiempo”) al pecado: la representación de un acto en la idea general de lo justo –el marco de lo pensable– se exhibe imprescindible a la consideración posterior de lo representado en la idea individual que es cada hombre en su interacción social.(11)
No obstante, aun sin violencia, sin abuso, sin víctimas; el incesto sigue re-presentándose –en nuestras sociedades occidentales, a diferencia del mandato que, según Esquilo, animaba a los varones egipcios y también, a diferencia de la inexistencia evidente del tabú en todos los relatos de los tiempos bíblicos(12)– como una afrenta a la juridicidad en cuanto aquello que es, para cada cosmovisión, lo pensable; será, en una instancia posterior, lo posible.
Siendo consejero y guía de sus hijas, Dánao “entre todos los males, resolviéndose por el más honroso, determinó que huyésemos (que huyeran) sin tardanza”(13). En tierra extraña, les aconsejará, luego, resignar cualquier arrogancia en el acento, evitar toda altanería y exhibir ademán dulce y mesura(14): mostrarse dispuestas a “hacer jiras estos linos que me (las) visten y este velo de Sidón que cubre mi (sus) cabeza/s”.
Es decir: disponerse, ante la eventualidad configurada de una disyuntiva extrema, a resignar, incluso, su propia re-presentación (al menos, en sus elementos visibles) como individuos antes de ceder a la pretensión de sus primos egipcios de instrumentar –en y con ellas– una conducta imposible, ajena a la huella en la que, su temporalidad particular, determina lo pensable.
Perseguidas por el vigor de lo inefable –y, por lo tanto, bestial– las danaides han de manifestarse dispuestas a la aprehensión de una forma distinta de inscripción de la ley: aceptarán su condición de bárbaras en una cosmovisión ajena, antes de ser sometidas por el silencio no calificado ni calificable de aquello que se hallan inhibidas de pensar.
La pura representación del incesto imposibilita el acto –al menos, en los límites de su juridicidad–: siendo víctimas, serán culpables.
De esa culpabilidad involuntaria, mucho antes que de la intención sexual de sus primos, parecen escapar las hijas de Danao.
4 El individuo en la huella de la juridicidad.
Sólo hay una pregunta verdaderamente seria desde la perspectiva filosófica, dice Camus(15), y es aquella que inquiere sobre si la vida vale la pena de que se la viva(16), o no.
Como casi todas, esta pregunta admite una respuesta a priori, en términos absolutos.
No obstante, una vez descartado el recurso a la intuición, también acepta disquisiciones deconstructivas.
La mera enunciación de si algo –en este caso, la vida– vale la pena o no, contiene un límite en el interior de la formulación que inscribe: aquel que separa los supuestos que inducirían a una respuesta positiva, de los que, por el contrario, habrán de determinar una respuesta de negación.
Indagar acerca de dónde se sitúa tal límite, supone enviar la decisión requerida hacia un debate respecto a qué cosas hacen que la vida valga la pena de ser vivida o, en términos de Dworkin, cuáles son las cosas que hacen a la vida, valiosa.(17)
Podría incluso, permitirse un envío hacia un plano lingüístico anterior y preguntarse si existen, realmente, cosas que hagan a la vida, valiosa o si, por el contrario; la vida tiene un valor per se, independientemente de cuáles fueran las circunstancias en las que deba ser vivida.
No obstante, inclinándonos por esta última posición debiéramos volver al absolutismo de la respuesta afirmativa a priori: anularíamos cualquier acto de razón con nuestra omnicomprensiva profesión de fe, escaparíamos al registro de la juridicidad.
En la relatividad habita el derecho(18); a un modo particular de inscripción de la ley en el lenguaje, pertenecemos.
En la huída que Danao prepara para sus hijas subyace una elección: siendo partícipes necesarias –y, por lo tanto responsables de la manifestación en el registro de lo fáctico– de una pura representación con carga de significación tan negativa como para excluir el acto (la inhibición del incesto no radica en el hecho de la relación sexual, tampoco en las personas intervinientes como tales, sino en la relación de parentesco que es una construcción de la idea general de lo justo o cosmovisión) la vida de las suplicantes no merecería la pena.
El éxodo de las tierras de Egipto(19) supone, así, una expresión de reconocimiento hacia el emplazamiento del límite interior que porta la que, según Camus, es la única pregunta filosófica seria: para Dánao y sus hijas, según Esquilo, “el menor de los males” es integrarse como referencia individual de negación (como bárbaras) a una cosmovisión ajena.
En tal posicionamiento, aún vivir en situación de barbarie (esto es, marginación, renuncia a la manifestación exterior de la propia ley, sometimiento a modos ajenos de inscripción de la ley, imperantes en territorios impropios) justificaría la vida; por el contrario, negar la propia idea general de lo justo a la que nuestra existencia como individuos se refiere –esto es, perder toda referencia de representación, aceptando la participación en un hecho que, como acto, deviene irrepresentable, en cuanto nos hallamos inhibidos de pensarlo– supone la propia negación y resulta, entonces, una resignación aún más gravosa que la muerte.(20)
5 Las razones del incesto.
Existen razones biológicas para prohibir el incesto. Existen, además, razones patrimoniales.
Más allá de eso, parece claro que ni la persistencia de genes recesivos(21) ni la necesidad de respetar la exogamia en la conformación social importan la arrogancia de una génesis natural para la inhibición propuesta: la prohibición del incesto deviene –en su manifestación y más allá del rastro de su origen– de un mandato cultural y, es a partir de tal característica insolayable, que se inscribirá, o no, dentro de los márgenes de lo pensable y, en cualquier caso, respetando, siempre, la carga de significación adjudicada a su pura representación por la huella de la juridicidad.
La forma de inscripción de la Ley en el lenguaje que sustentaba el pensamiento de Dánao, según relata Esquilo, por ejemplo, abominaba de las relaciones carnales entre primos hermanos.(22)
En términos freudianos, el incesto real es –únicamente– aquel que involucra a una madre y a su hijo. Debiéramos agregar, en el apoyo de esta postulación, que tal vínculo es el único de cuya certeza podemos exhibir pruebas biológicas fehacientes: ser madre es, primero, una cuestión natural, ser padre es –en oposición– una decisión social surgida, tal vez y en el mejor de los casos, de una simple presunción. El resto de los parentescos responde a una necesidad de organización social: su respeto –o no– halla sustento en una elección previa (discriminatoria y siempre arbitraria) de la juridicidad y el emplazamiento particular del límite –y su consecuente marginalidad– en la imposición de lo legítimo.
“ (...) antes que hagan suyas a las hijas del hermano de su padre, y profanen con impía fuerza lechos de que la ley los rechaza” sostiene el epígrafe con el que iniciáramos estas líneas y expone, una vez más, que no es sino la Ley –o, en nuestros términos, su forma de inscripción como espacio de representación– quien rechaza o permite el acceso –acontecimiento, presencia– de los justiciables (quienes transitan por la huella de pensamiento que aquella inscribe) a “ciertos lechos”. Luego, en su interpretación:
a) concederá representación a tal presencia, o bien,
b) se la negará, execrándola tras el margen de lo inefable. Y ello porque, una conducta que no puede nombrarse ni decirse resulta, necesariamente, imposible de pensar en términos de comportamiento.
“(...) eso muestra que el razonamiento jurídico debe desarrollarse en dos fases. En la primera fase, la práctica que una decisión puede reforzar o sabotear, debe ser valorada a la luz de principios morales autónomos e intersubjetivos. Si el resultado de tal examen es categóricamente o condicionadamente positivo –quizás la conclusión es que la práctica se encuentra justificada en cuanto sea reorientada en cierta dirección–, la segunda fase del razonamiento jurídico se dirige a la determinación de la acción o de la decisión que contribuya a acercar la práctica a los principios morales precedentes y, al mismo tiempo, a reforzar su continuidad. Naturalmente, estos dos objetivos a menudo se encuentran en tensión recíproca, y el actor jurídico no puede hacer otra cosa que valorar el peso respectivo de ellos; es por ello que no puede a priori darse una regla precisa.”(23)
Concordamos, en lo sustancial, con esta afirmación de Carlos Nino, en cuanto:
a) Elude el absolutismo propio de los actos de fe, proponiendo, para el razonamiento jurídico, un desarrollo en dos fases y, entonces, necesariamente mediatizado.
b) Inscribe la juridicidad –surgida de la angustia del hombre, por el tiempo que transcurre y la certeza de su fin– en un plano lingüístico, al requerir la intersubjetividad como naturaleza insoslayable de los principios morales autónomos que postula, y
c) Propone a la inscripción de la ley como una necesidad de la razón, al considerar en condición de expectativa posible la reorientación de la práctica en cierta dirección, diferenciándose, así, de la irremediabilidad propia del pecado.(24)
No obstante, entendemos que cuando la idea general y la idea particular de lo justo –siguiendo, ahora, nuestra terminología– se sitúan en una situación de tensión recíproca, como la expuesta en el párrafo citado; la libertad del actor jurídico (esto es, el individuo, el justiciable) para valorar el peso relativo de cada una de ellas, se presenta notoriamente restringida.
No debería soslayarse que, una de las opciones en tensión (aquella que identificamos como idea particular de lo justo) ha sido forjada, justamente, en referencia de la otra y que no puede pensarse prescindiendo de ella.
Lo hemos expuesto, ya, en párrafos anteriores: al excluir al hombre de su concepción temporal, la negación de la propia juridicidad –en cuanto representación y huella de lo pensable– importará una pérdida aún más gravosa que la propia muerte(25), acontecimiento fatal, en el que culmina el tiempo individual y hasta cuya representación, siempre incompleta, puede rastrearse el inicio de la angustia.
“ ‘Saber que uno va a morir no es nada’, dice un condenado de Fresnes (citado por Camus) ‘el terror y la angustia está en no saber si uno va a vivir’”(26)
Es en esa angustia –magnificada en terror por la certeza, en el caso del condenado a muerte– que el hombre, sostenemos, estructura su creencia en la naturalidad de la Ley que respeta.
Observamos, allí, la existencia de un plano implícito –anterior a la primera de las fases identificadas, por Nino, para el razonamiento jurídico– que permitirá, con independencia del modo en que se manifieste, la posterior inscripción de la ley en el lenguaje.
El achtung kantiano o predisposición a la creencia –en el rigor natural del mandato dentro del que, el justiciable, se ha con-formado– garantiza la posibilidad de vigencia de toda prescripción normativa que transite la huella inscripta por la Ley e, incluso, sustentará su persistencia temporal, aún ante supuestos de posterior revocación o desconocimiento del mandato que, en sí, la hipotética norma exprese.
Es, justamente, este elemento implícito ineludible, el que condicionará la respuesta de aquel actor jurídico del que hablaba el jurista: de modo que, no sólo no puede a priori darse una regla precisa, sino que, mucho más allá (y más acá) de ello.
a) cualquier regla a priori deviene imposible de pensar, en la huella que la juridicidad ha decidido trazar en el lenguaje.
b) Si no puede pensarse la regla, se niega la posibilidad de darla en el caso concreto, inhibiéndose el automatismo de su dictado.
c) Sin regla apriorística y sin posibilidad de automatismo en la respuesta jurídica, la indubitabilidad escapa al territorio de lo legítimo; la precisión se torna, así, en una expectativa vana para cualquier norma de derecho.
“(...) No sé que hacer, no sé qué partido tomar, y el alma se llena de temor lo mismo si quiero concederte lo que pides que si quiero negártelo”(27) hace decir Esquilo al rey Pelasgo, en su posición de juez y ante la petición de las hijas de Danao: inaugura así la incertidumbre que acompañará, en su condición natural y a lo largo de los siglos, a todo actor jurídico con poder de imposición –fatalmente restringido– en la metáfora de representación que, cualquier acto de interpretación jurídica, importa.
Y es que, en términos derrideanos, todo acto de justicia será, siempre, tan urgente como imposible.
6 Conclusiones.
En coherencia con nuestro planteo, sostenemos que todas las conclusiones resultan provisorias en cuanto, tanto la irrupción como la detención de un relato –su fin y su principio– responden, siempre, a una decisión arbitraria del narrador.(28)
“Todo relato corrompe el silencio y, en el acto de su manifestación, instaura una escisión, marca una huella” decíamos, al inicio de estas líneas. Una vez corrompido, el silencio es un mito al que no puede volverse.
“No puede concebirse una narración ajena a la temporalidad, en cuanto no puede despojarse a la temporalidad de su ínsita aprehensión de la angustia”, continuábamos. Inscripta que fuera la juridicidad en el lenguaje, la marginación deviene natural: la posibilidad de su superación sólo responde, en el mejor de los casos, a la ingenuidad –o a la desmesurada fe– de quien proponga tal expectativa.
Así, entre la imposibilidad del pasado y la improbabilidad del futuro, el individuo jurídico transita la huella de su cosmovisión: lo hace en un tiempo continuo, desde su angustia por la fatal finitud de la temporalidad, y sin posibilidad de absolutismos ni respuestas a priori.
Dentro de tales límites construye su rastro personal, en referencia a los modos de inscripción general de su Ley, en el lenguaje común, y desde el plano implícito de su predisposición a la creencia natural de vigencia de la juridicidad a la que su idea particular refiere, cualquiera sean sus modos.
En tal sentido, los conflictos de pura representación se asumen imposibles. Cualquier pretensión de imposición de una Ley, por sobre otra, envía su manifestación a los registros de lo fáctico, configura una manifestación vacía de la pulsión de muerte, deviene en un simple acto de barbarie.
En el ejemplo utilizado para este trabajo, Esquilo adjudica tal pretensión a los hijos de Egipto y entonces, según hemos postulado ya; en las cargas de sentido que atribuye a su conducta –a partir de su desconocimiento de la Ley del incesto, para él, suprema– los relega hacia un espacio pre-jurídico de solo acontecimiento, les niega toda posibilidad de representación.
Es su imposibilidad de pensamiento re-presentativo aquello que culmina conduciéndolos, casi con seguridad, a una batalla evitable que, justamente por su evitabilidad, parece no ser digna de integrar el relato en el que el poeta narra su génesis.
Lamentablemente algunos milenios después –y pese al silencio de sentido impuesto por Esquilo a la brutalidad– desaforadas intenciones de imponer las propias ficciones como universales, siguen repitiéndose; cada día la historia brinda nuevos ejemplos –de pueblos e individuos– con los que bien pudieran graficarse desatinos y excesos similares.
(1) Esquilo; Las suplicantes, párodo (coro)
(2) BURGOS, Osvaldo R. La sociedad desestructurada.
(3) De allí nuestra posición respecto a que el mundo existe, para cada uno, sólo en el momento en que se participa de la vida, en el que se puede tener conciencia de su existencia y la idea, consecuente, de que el suicida decide negar al mundo la representación de su presencia individual, antes de la ejecución del acto por el que lo niega.
(4) Esta afirmación puede, fácilmente, demostrarse constatando la aspiración, natural, de dividir el tiempo que porta, por definición, toda ley suprema: los modos de aprehender (de contar) el transcurso indetenible de los años, propios y distintivos de cada cosmovisión religiosa, así lo atestiguan sobradamente.
(5) “Dánao, nuestro padre, ha sido nuestro consejero y nuestro guía; él quien entre los males, resolviéndose por el más honroso, determinó que huyésemos sin tardanza...”. Esquilo, ob. cit.
(6) Parece por demás interesante deconstruir esta afirmación: el término bárbaro hace referencia, etimológicamente, a aquel que balbucea, que no tiene dominio de la lengua común (la griega) y, por tanto, no debe ser considerado en sus pensamientos. Marginados a la acción y negada toda su facultad de representación, los bárbaros eran condenados a la esclavitud según argumentos defendidos, entre otros, por Aristóteles. (ver ARISTOTELES, Política). Usualmente, y ya en la lengua común de nuestros días, ante aquello que se considera una barbaridad, suele expresarse que “no hay palabras” para contarlo.
(7) En términos de Owen Fiss (Yale Law School) “Carlos S. Nino fue un hombre de amplio espectro: escribió sobre derecho, filosofía, política y ética, viviéndolos todos. Fue, quizás, el mejor filósofo de derecho que Latinoamérica ha producido jamás.”
(8) NINO, Carlos: Los escritos de Carlos S. Nino, Derecho, moral y política, Tomo 1 página 188.
(9) Entendemos por discreto al tiempo seriado, concebido a partir de un intervalo mínimo identificable.
(10) Nos referimos, específicamente, al Derecho alemán que, en el artículo 173 de su Código penal, tipifica al incesto como una acción delictiva, penada con hasta tres años de privación de la libertad.
(11) O, podríamos agregar, en su negación consciente de toda interacción.
(12) Los ejemplos de incesto en el antiguo testamento sobran. Tal vez el más difundido (aquel que suele tenerse más presente, es decir, el más representado) sea el que involucra al patriarca Lot y a sus hijas.
(13) Esquilo, ob. cit., página 17.
(14) Así les dice, expresamente, en la parte final de su parlamento en Episodio 1: “(...) Nada de arrogancia en vuestro acento: el semblante honesto, la mirada apacible, y todo vuestro ademán dulce y mesurado. Mucho comedimiento en las palabras y nada de discursos prolijos (...) Acuérdate que hay que ceder; que eres una extranjera fugitiva y necesitada, y que a los que están debajo no les cuadra hablar con altanería.”
(15) CAMUS, Albert; El mito de Sísifo, página 13.
(16) En términos de análisis económico, podría decirse “si justifica el esfuerzo que supone”.
(17) No es la primera vez que en nuestro trabajo, recurrimos al planteo que Dworkin yergue en su obra El liberalismo, expresado en los siguientes términos: “Cada persona sigue una concepción más o menos articulada de qué es lo que le da valor a la vida. El erudito que valora la vida contemplativa tiene una concepción sobre qué es lo que hace a la vida valiosa; también la tiene el ciudadano que mira televisión, bebe cerveza y dice ‘esto es vida’, aunque, desde luego, ha reflexionado menos sobre el asunto y está menos preparado para describir o defender su concepción. DWORKIN, Ronald, El liberalismo, página 23. No obstante debemos aclarar aquí, que esta diferenciación se da en una instancia posterior a la planteada por Camus, sin suponer una situación extrema como la expuesta por Esquilo y aceptando que, tanto el erudito, como su contrafigura –el hombre que bebe cerveza y mira televisión, aquello que hemos llamado en otros escritos ‘el paradigma Homero Simpson’– conviven sin inconvenientes dentro de una misma cosmovisión, participan de una común idea general de lo justo, aún cuando difieran, muy probablemente, en las concepciones individuales en las que, respecto a aquella, se sitúan.
(18) “Cuanto más aprendemos sobre el derecho, más nos convencemos de que nada importante sobre él es del todo indiscutible” DWORKIN, Ronald. El imperio de la justicia, página 21.
(19) Es interesante observar cómo Egipto es, repetidamente y en distintos planteos míticos, el lugar del que se huye, siempre, hacia el ideal situado en la antigüedad, hacia la tierra –más o menos legendaria– de los ancestros: Moisés hacia la tierra prometida, la reina de Saba hacia Etiopía, las danaides hacia la Argólida.
(20) ¿Es que acaso puede existir una “resignación aún más gravosa que la muerte”? Esta lectura de Esquilo parece decir que sí, en cuanto dentro de los parámetros del planteo que estructura y desde la perspectiva que impone; el individuo, impelido por la, siempre difícil, tarea de construcción de su propia mirada sobre sí, transita la huella de aquello que es (para él y para los otros a partir de quienes se identifica) lo pensable. Luego, se justifica en la arbitrariedad de su propia discriminación y acaba por reconocerse en una forma particular de inscripción de la ley: de tal manera, la negación de la referencia puede fácilmente considerarse como más gravosa que la muerte, ya que si ésta supone la aceptación de una vida previa, aquella desnaturaliza al hombre hasta tales extremos que, perdiendo toda razón de su existencia y al diluirse su rastro individual, es como si jamás hubiera existido. Claramente puede fundarse esta afirmación en la cita de Estrofa VI (replicada, con ligera variación en Antistrofa VI): “(...) En vida estoy celebrando mis honras con estos funerarios plañidos que tan bien sientan a mi dolor. ¡Oh montuosa tierra de la Argólide, séme propicia; yo te adoro! Escucha benigna mi lengua bárbara. Mira cómo me precipito a hacer jiras estos linos que me visten y este velo de Sidón que cubre mi cabeza”. ESQUILO, ob. cit. páginas 19 y 20.
(21) Si alguien tuviera descendencia con su hijo/a –quien porta el 50% de su propio patrón genético– el fruto de esa unión contaría con el 75% de sus genes. Si, hipotéticamente, pudiera considerase la procreación de aquel individuo con este, el resultado de tal unión replicaría en un 87,5% el mapa genético del primero. Así, grados ulteriores de procreación con la propia descendencia aproximarían los niveles de identidad genética a un 100%, aún cuando nunca alcanzarían tal patrón. El 100% de identidad genética es una posibilidad sólo alcanzable por clonación, proceso en el que –a diferencia de la procreación– interviene un solo individuo.
(22) Tal referencia general resulta notoriamente más rigurosa que la imperante entre nosotros: en el Derecho argentino, según disposición del artículo 166 del Código Civil vigente, no sólo es posible el matrimonio entre parientes colaterales de cuarto grado –primos hermanos, o al decir del poeta griego “hijas (e hijos) del hermano de su padre” –sino que también está permitido el celebrado entre parientes colaterales del tercer grado –tío/a y sobrina/o–.
(23) NINO, Carlos, ob. cit., página 188.
(24) En términos de fe, en cambio, la culpabilidad deviene atemporal e infranqueable, con la sola excepción del perdón que es la manifestación de una voluntad superior.
(25) Ver nota 20.
(26) CAMUS, Albert y KOESTLER, Arthur, La Pena de muerte, página 136.
(27) ESQUILO, ob. cit. Rey, estrofa II, página 28.
(28) En tal sentido, observamos que Esquilo culmina su tragedia con la llegada del heraldo egipcio a las costas de la Argólide: la huída del incesto, de las hijas de Dánao, provoca, así, una batalla que sólo se induce en términos de certeza pero que no puede afirmarse como verdad, en cuanto ha sido omitida por la narración.
(*) Abogado (Universidad Nacional de Rosario); Posgrado en Derecho de Daños (Universidad Católica Argentina); Doctorando en Derecho (Universidad Nacional de Rosario, desde 2006). Profesor Adscripto Filosofía del Derecho (U.N.R.). Segundo Premio Nacional del Seguro, edición 2003; Mención al Premio Nacional del Seguro, edición 2001 y 2004. Ponente en diversos Congresos. Autor de numerosas publicaciones sobre Derecho y Seguros, tanto en la República Argentina como en México, Costa Rica y Perú. Algunos de sus trabajos integran, entre otras, la Biblioteca de Consulta de la Organización Internacional del Trabajo, sede San José de Costa Rica.
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