18 abril 2008

Las dificultades filosóficas del pensamiento jurídico

Voces : FILOSOFIA DEL DERECHO ~ DERECHO

Título: Las dificultades filosóficas del pensamiento jurídico

Autor: Guibourg, Ricardo A.

Publicado en: LA LEY 18/04/2008, 1

SUMARIO: I. Cómo sentirse seguro de lo inseguro. - II. Cómo hacer inseguro todo lo imaginable. - III. Lo que queda del derecho y cómo preservarlo.

Parece un hecho indiscutible que los juristas no se ponen de acuerdo acerca de sus controversias y siguen defendiendo cada uno sus posiciones frente a la mayoría de los argumentos que puedan oponérseles. Esta actitud es, a mi juicio, el resultado de que en el ámbito del derecho carecemos de criterios dotados de consenso general para dirimir las diferencias, razón ésta que permite justificar el recurso a la institución judicial para resolver en cada caso la quaestio iuris y presenta como cosa normal que un tribunal colegiado cuente los votos de sus miembros para adoptar las decisiones. Esta situación me hace pensar que el derecho, a diferencia de tantos otros campos de la actividad humana, no ha tenido nunca su revolución copernicana y que su epistemología no está hoy muy alejada del punto en el que la dejó el emperador Justiniano en el siglo VI.

Hace muchos años abrigaba yo la sospecha de que los argumentos propiamente jurídicos resbalaban, por así decirlo, sobre un terreno teórico —el de la teoría general del derecho— que los abogados prácticos no suelen profundizar. Pero más tarde observé que las distintas orientaciones de esa teoría general tampoco se muestran afectadas por los argumentos contrapuestos: esos argumentos también resbalan, pero ahora sobre el subsuelo del pensamiento que, integrado por opciones básicas de la filosofía, la mayoría de las personas menosprecia por teórico e inútil (1). Por este motivo, trataré aquí de vincular las dificultades metodológicas del saber jurídico con los problemas que encara el sujeto pensante al elaborar sus presupuestos básicos extrajurídicos.

En mi ejercicio de la docencia universitaria no pretendo tanto transmitir información o comunicar mis puntos de vista como alentar a los alumnos a elaborar los propios, controlar su consistencia interna y, una vez que los hayan confirmado o corregido, defenderlos con argumentos razonables frente a quienes sostengan ideas incompatibles con ellos. En esta tarea de provocación y debate, presidida por el respeto del pensamiento de cada uno, tengo oportunidad de examinar las ideas más diversas. Todas ellas pueden sostenerse y discutirse, pero en este trabajo quiero compartir ciertas inquietudes suscitadas por un par de esquemas recurrentes que, a mi modo de ver, generan gran parte de las dificultades señaladas al principio.

Uno de ellos parte de seguridades dogmáticas y las extrapola a lo valorativo. El otro, de sentido inverso, parte de una actitud escéptica acerca del valor y, al extrapolar sus actos de valoración al campo del conocimiento, hace del sujeto el centro de toda referencia.

I. Cómo sentirse seguro de lo inseguro

El primer esquema de pensamiento aparece a menudo vinculado con la formación cristiana aunque, a partir de una tradición cultural común, se extiende de manera mucho más general.

No hablo, por cierto, de la creencia en un ser supremo, o en el alma inmortal, los ángeles y los santos. Todo eso corresponde a una esfera del pensamiento relativa a lo sobrenatural, pero no presenta por sí solo los problemas más graves en la comprensión humana del universo.

El problema realmente serio reside en la incómoda posición a la que el sujeto se ve obligado en materia ontológica y gnoseológica para abrazar una filosofía dirigida desde la ética y una ética gobernada por el dogma o por las enseñanzas de una tradición cultural autoconflictiva. Trataré de describir esta situación, no desde el orden lógico de la construcción del pensamiento, sino en el orden argumental o de la conciencia en el que unas ideas influyen sobre otras.

El cristiano (o, para el caso, también el judío o el musulmán) cree en Dios. Que Dios haya creado el universo no deja de ser una hipótesis filosóficamente tan inocua como la del Big Bang. Que Dios haga milagros es otra hipótesis que encaja perfectamente en la interpretación causal del universo; sólo agrega la postulación de ciertas condiciones causales imprevisibles (las relacionadas con decisiones divinas), capaces de incorporarse al vasto espacio de las relaciones causales que aún ignoramos, o bien de superponerse como un presupuesto teórico de la causalidad en general, como una suerte de metacausalidad abstracta.

Pero la fe en Dios obliga al creyente a aceptar que el mundo real incluye, además de objetos y acontecimientos susceptibles de apreciación empírica, por lo menos un ente no empírico que es, sin embargo, tanto o más real que las cosas que vemos y tocamos. Y, para justificar el conocimiento de entes de esa clase —eficacia que se atribuye a la fe— el creyente debe adaptarse a aceptar como método de conocimiento algún procedimiento de errática transmisión intersubjetiva y demasiado parecido a la mera creencia.

Una vez abierta esta puerta, el materialismo queda identificado con el ateísmo y el creyente, ya dispuesto a rechazarlo (porque, además, se le enseña a confundirlo con el deseo inmoderado de bienes materiales), no ve inconveniente en aceptar que también son reales las inmateriales clases de cosas (las esencias aristotélicas).

También los sentimientos ejercen presión irresistible sobre los límites de la realidad. Por supuesto, es posible interpretarlos como clases de segundo o tercer nivel: experimentar una emoción es un acontecimiento mental (que los neurobiólogos describirían como un hecho material y empírico, un chispazo químico entre neuronas); tener una tendencia a experimentar emociones semejantes en relación con una misma persona es una clase de acontecimientos (que describo diciendo "estoy enamorado de Eloísa"); la clase general de estas clases particulares de fenómenos afectivos recibe el nombre abstracto de amor (de cualquier sujeto hacia cualquier objeto, en cualquier tiempo y con distintas modalidades). Pero esta concepción de los sentimientos cae fácilmente en el saco roto de una cultura habituada a rendirles culto (2): si el sujeto (y sobre todo el sujeto creyente) renunciara a afirmar la existencia real del amor, se sentiría despojado de su condición humana. De poco vale explicarle que se trata de una cuestión teórica y clasificatoria, que no niega en absoluto el hecho de que sentimos amor ni pretende por sí sola impedir que las personas se amen entre sí; el sujeto desconfiará visceralmente de este tipo de argumentación y responderá, por ejemplo: "bueno, si se trata de una cuestión de clasificaciones, yo prefiero la clasificación a la que estoy habituado y en la que me siento emotivamente contenido". Si es creyente, puede razonar además, metafóricamente, que Dios es amor, por lo que el amor es Dios; y que si niega la realidad del amor podría verse en el caso de renunciar a la existencia de Dios.

Todo lo dicho, sin embargo, no es más que el escenario donde se representa el gran drama de la conciencia, que es el discurso ético. Bueno y malo, justo e injusto no son, después de todo, sino palabras destinadas a agrupar en clases conjuntos de actos, conjuntos de normas, de individuos y de situaciones. Si el bien y el mal son objetos reales, como las esencias, como los sentimientos, como los ángeles y los demonios, existe en el universo una realidad moral que hace verdaderos o falsos los enunciados morales: para determinar con certeza cuándo una acción es justa o injusta, cuándo una persona es buena o mala, sólo se precisa emplear el método apropiado para aprehender esa realidad. El sujeto, moldeado en gran medida por una tradición cultural que no discute, emite juicios de esa clase y se siente anímicamente seguro de ellos: de aquí saca en consecuencia que, muy probablemente, está empleando el método adecuado aunque rara vez se haya puesto a pensar en él. Ahora que presta atención al asunto, se inclina a aceptar que distinguir el bien del mal es algo que todos sabemos hacer instintivamente, como distinguir lo blanco de lo negro; hay que admitir que algunos se equivocan, tal vez porque se desviaron de la buena senda, porque fueron tentados por el demonio o porque simplemente les falla esa facultad del espíritu que la mayoría seguramente ejerce en plenitud. Y que el sujeto que así razona, claro está, también cree manejar con acierto, acaso gracias a que nació en el seno de una cultura afortunada por la claridad de su conocimiento moral.

Si el sujeto en cuestión es creyente, esta cadena argumental se ve notablemente fortalecida con el hecho de que el propio Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, nos guía por el mismo camino que intuimos y da a nuestros criterios morales la fuerza de una ley eterna e indiscutible.

En este punto el sujeto está ya completamente convencido de que hay una realidad inmaterial, así como de que ese segmento inmaterial del universo real incluye esencias o clases de entes, con especial énfasis en los valores.

Esta convicción no necesita siquiera hacerse explícita ni consciente: la estructura misma del lenguaje conduce insensiblemente a darla por sentada (3). En efecto, los nombres propios sirven para denotar -entre otros- ciertos entes materiales fácilmente identificables y discernibles por cualquiera (el Sol, el Aconcagua, Humphrey Bogart), pero el sujeto desprevenido extiende fácilmente ese carácter a los sustantivos comunes (caballo, casa, árbol) porque también sirven para denotar entes materiales (este caballo, esa casa), sin parar mientes en que tal denotación no se ejerce sino en el marco de una designación y de una clasificación que le sirven de presupuestos necesarios.

De allí nuestro sujeto saca en consecuencia que las palabras significan cosas: los nombres propios significan entes individuales; los sustantivos comunes, entes colectivos (clases, esencias); los adjetivos significan cualidades o atributos; los verbos, acciones o pasiones y los adverbios, modalidades de tales acciones o pasiones, todos ellos entes ideales pertenecientes al segmento inmaterial del mundo real (4). Aceptar o rechazar semejante interpretación ontológica del significado no generaría grandes emociones, si no fuera porque ello sirve de marco a una clase privilegiada de cualidades a las que se desea a toda costa atribuir realidad: las cualidades morales de bueno o malo, justo o injusto, extremadamente injusto o moderadamente injusto, la dignidad humana con sus contenidos y límites que se postulan evidentes y otros conceptos valorativos semejantes, para los que se da por sentada su referencia a hechos morales habitualmente fuera del alcance de los sentidos.

Llegados a este punto, el sostén de la fe religiosa es tranquilizador, pero ya no indispensable. En la sociedad predomina una suerte de fe moral de base ontológica, aunque no necesariamente divina, sino atribuida alternativamente a una nebulosa naturaleza del hombre o a cierto determinismo histórico-moral. Y el apoyo que los creyentes encuentran en la fe es reemplazado, para los no creyentes, por consensos más o menos generalizados y a menudo recogidos en cláusulas constitucionales o declaraciones y tratados internacionales.

Pero ha de notarse que casi nunca la fe religiosa o la alusión al consenso se invocan como fundamento último de aquella manera de pensar, sino sólo como fuertes confirmaciones adicionales de su corrección presupuesta de antemano. Operan como argumentos de persuasión antes que como razones de justificación para un planteo ontológico cuyo debate suele darse por innecesario.

Esta misma despreocupación ontológica conduce a su contrapartida metodológica: si existe una realidad que no puede verse, tiene que haber un método capaz de aproximarnos a ella, ya que, si no lo hubiese en absoluto, ¿cómo podríamos afirmar, siquiera en principio, la existencia de entes pertenecientes a esa realidad? Y, puesto que el método no puede ser empírico, porque los entes postulados tampoco lo son, ¿por qué afanarnos en buscarlo si su resultado resplandece por sí solo en nuestra conciencia?

De ahí que nos sintamos irresistiblemente tentados a ejecutar dos transgresiones intelectuales. La primera consiste en tomar por conocimiento evidente ciertas creencias y modos de pensar recibidos de la cultura en la que hemos sido educados. La segunda, denominar el acto de aceptar esas creencias con el nombre de razón, palabra dotada del prestigio que le transmiten la lógica y las matemáticas. Decimos, pues, que hay un mundo ideal (y especialmente moral, que es lo que nos importa) que es asequible a la razón, a la vez que aceptamos que, como el hombre es imperfecto (sobre todo el que no coincide con nuestro punto de vista), la razón humana es falible y —cuando es mal conducida— puede caer en el error.

En este punto de la construcción del pensamiento, el sujeto se ha adueñado del podio moral universal; pero no lo hace invocando su propia autoridad sino, más humildemente, presentándose como uno más entre la multitud de sujetos que emplean su razón de manera plausible.

Si alguien discutiera ese título, el sujeto respondería: "yo no soy perfecto ni tengo el monopolio de la verdad moral; pero ¿no ve usted cuánta gente está de acuerdo conmigo? ¿Quién hay que desapruebe el bien, la justicia, la dignidad? ¿Quién hay que apruebe el homicidio, el robo, la traición? ¿Cómo podríamos todos nosotros estar equivocados y, en cambio, dar la razón moral a los perversos?"

Aquí se abre una nueva dificultad: es cierto que todos (o casi todos) defendemos el bien, la justicia, la vida y la dignidad; pero este mismo acuerdo generalizado entre personas de talante tan dispar antes que confirmarnos en la corrección de nuestras tendencias, debería ponernos en guardia acerca del significado de las palabras que usamos para designarlas. Los ideales morales son tan vagos que —dentro de límites muy laxos y con sujeción a las condiciones de excepción que cada uno se reserve— tienen una función más pronominal que sustantiva, ya que permiten a cada sujeto usarlas para denominar sus propias aspiraciones, aunque sean incompatibles con la de su vecino en una situación concreta (5). Pero estas reflexiones no hacen mella en el espíritu de nuestro paradigmático sujeto: él observa las coincidencias, aunque sean predominantemente lingüísticas, con más atención que la que concede a las divergencias, porque aceptar que detrás del discurso dominante se ocultan conflictos insolubles eliminaría el reaseguro argumental del consenso, lo obligaría a hacerse personal e individualmente responsable de su "fe moral" (6) y pondría en peligro el edificio ontológico construido sobre terrenos ajenos al campo empírico.

En esas condiciones, nuestro sujeto emprende el estudio del derecho. La práctica profesional lo habitúa a la dogmática del siglo XIX, que ensalza la ley pero no se priva de corregirla mediante la interpretación; niega que la autoridad del intérprete sea creativa pero admite de buen grado la diversidad de criterios, siempre que se oculte pudorosamente tras la unicidad de cada proceso judicial; postula principios superiores a la ley misma mientras deriva su conocimiento a la consabida "razón" y, en definitiva, hace del derecho lo que le parece pero esconde su autoría, que atribuye en parte al legislador (adecuadamente interpretado) y en parte a aquella realidad no empírica, oscura pero accesible, que es más poderosa que el voto popular y de la cual el intérprete se proclama humilde pero certero sacerdote.

El derecho, sancionado por sujetos semejantes a nuestro observador, tiende a confirmar positivamente ese modo de pensar. Las dictaduras, las masacres, los abusos de todo tipo han asqueado a la humanidad. Claro que no a toda, ni en la misma medida: primero a las víctimas, a sus familias y amigos y a quienes se identifican con ellos; en segundo lugar a los ciudadanos políticamente correctos que desaprueban en general aquello que cause sufrimiento y, por último, a los indiferentes que condenan toda acción que se les presente en lenguaje peyorativo aunque acaso puedan incurrir en ella más adelante, llevados por un interés circunstancial y una adecuada reformulación lingüística. Aun desde esta plataforma moral cuya solidez disminuye hacia la periferia, los hacedores de declaraciones, convenios y constituciones se sitúan frente a los malvados con el maniqueísmo propio de la fe profunda y, al dar por sentado este enfrentamiento entre el bien y el mal, enuncian principios generales como si el contenido de tales formulaciones fuera necesariamente compartido por todos los partidarios de la virtud. Las palabras que se emplean para generar este discurso gozan de un prestigio emotivo casi unánime, aunque su contenido suele adolecer de la más incómoda clase de vaguedad, que es la que hace depender la designación del concepto de la composición y de la intensidad de las preferencias del hablante. Y este último inconveniente se ve disimulado a los ojos de todos, precisamente por la ilusión de unanimidad generada por el acuerdo emotivo-formal y largamente presupuesta por la prédica cultural.

II. Cómo hacer inseguro todo lo imaginable

Hasta aquí he criticado una vertiente de las dificultades filosóficas del pensamiento jurídico: la que postula una realidad no empírica y una consiguiente verdad provista por métodos carentes de aceptación universal. Dije que hay una parte de nuestro discurso, dependiente de los deseos, preferencias o convicciones del legislador, que no debería asimilarse al campo de lo real.

Pero también adelanté que es posible una distorsión (7) de sentido opuesto: la que tiende a subjetivizar el contenido íntegro del discurso.

El sujeto que sigue esta línea parte, probablemente, de su reacción negativa ante la tendencia anterior, que le parece dogmática y autoritaria. Bucea conjeturalmente en los presupuestos de lo que suele darse por sentado y no tarda en encontrar una tradición cultural que podría haber sido distinta, apoyada y difundida por una estructura de poder —político, religioso, literario, médico, educativo o de cualquier otra subclase, ya que todas ellas se hallan inextricablemente enredadas— contra la que, si quisiéramos, podríamos rebelarnos.

Nuestro sujeto ejerce su rebelión a partir de lo político, nivel más cercano a la superficie del pensamiento y de los argumentos y más fácilmente generador de discrepancias, para extenderse luego al restante campo de la ética, de la estética, de la metodología y, finalmente, de la ontología.

No se contenta con negar a Dios: quiere desmontar (¿deconstruir?) todos los esquemas que le han sido dados, de los cuales desconfía ya por principio. Y pronto advierte el poder de la mirada (la suya, la de cualquiera). En efecto, es un hecho que, aunque seamos capaces de ver todo lo que está ante nosotros, no prestamos atención sino a lo que, por una razón u otra, hemos juzgado interesante. No es lo mismo ver que mirar, oír que escuchar, oler que olfatear: los sentidos nos traen mucha información, pero sólo paramos mientes en una pequeña cantidad de ella a la que concedemos relevancia subjetiva.

Así es como dos personas pueden describir de modo distinto el mismo segmento de la realidad. Así es como, además, pueden recortar los segmentos a describir de modo tan dispar que el relato de uno no se reconozca en el del otro (8). Pueden agrupar (clasificar) esos segmentos, una vez recortados como objetos, en clases que ellos constituyan de manera divergente a partir de asignar relevancia a diferentes características. Y, aun cuando coincidan en todo esto, cada una de esas personas puede entender, como base de la construcción de su propio modelo descriptivo, que es más útil, importante, explicativo o fructífero adoptar ciertos juicios de relevancia para elegir una o más características entre las infinitas que pueden distinguirse en cada estado de cosas. En estas condiciones, el sujeto empieza a preguntarse si tiene sentido hablar de una realidad o si, por el contrario, es mejor diluir ese concepto en una miríada de percepciones e interpretaciones individuales, acaso agrupables según sus contingentes semejanzas.

Esta última alternativa le parece respetuosa de las diferencias y de la autonomía del hombre, incompatible con la tiranía del poder concentrado y, en definitiva, favorable a la creatividad individual. "Que florezcan cien flores", se dice el sujeto citando a Mao Zedong, y rechaza por completo la ya odiosa ontología.

En estas circunstancias, el clima del pensamiento se ve enrarecido. El reino de la realidad incluye objetos y acontecimientos empíricos, en cuya identificación y verificación todos coincidimos; pero también incluye entes sujetos a apreciaciones divergentes y sujetos a cambios constantes y no sensibles, lo que permite a algunos poner en tela de juicio la realidad entera y, tomando las opiniones como modelo, sostener que cada individuo —o cada grupo social— tiene su propio mundo real y consiguientemente su propia verdad (9); de modo inverso a como, en el extremo analizado en el apartado anterior, otros proclaman una suerte de iluminación privilegiada que habilita a sus beneficiarios a sostener un mundo de verdades que no todos somos capaces de ver sin su esclarecida guía.

Al panorama de la dupla realidad/verdad se agregan versiones poco eficaces del concepto de conocimiento. O bien se lo identifica con la creencia de cada individuo, grupo o época o bien se lo hace depender de emociones postuladas como necesarias y más o menos unánimes. En cualquiera de estos casos el método, vehículo intersubjetivo capaz de guiar el razonamiento acerca de lo que pueda estimarse real o verdadero, queda inevitablemente en tela de juicio (10).

El resultado final de esta opción libertaria es tan impracticable como la anarquía opuesta al despotismo. En ella, cada uno construye su realidad, de lo que resulta que creencia, opinión, hipótesis, verdad, conocimiento y realidad devienen una y la misma cosa: un estado mental de cada observador, que goza de su aceptación deliberada o inconsciente. Los conceptos que manejamos intersubjetivamente se devalúan del mismo modo como se devaluaría el dinero si cada ciudadano fuese formalmente autorizado a emitir sus propios billetes de curso legal.

A partir de aquí, carece de sentido discutir acerca de los hechos, porque cada uno tiene los propios, modelados por su creencia, que a su vez equivale completamente a su conocimiento y a su verdad, incontrastables por otros sujetos que a su vez tienen su realidad, su verdad y su conocimiento identificados con sus creencias o actitudes individuales.

Lo grave es que, aunque no siempre lo pensemos, esta concepción afecta segmentos del discurso habitualmente menos controvertidos. A poco que se la tome en serio, en ella cada uno no sólo tiene su propia posición política, su propio sistema jurídico y su propia ciencia social, sino su propia astronomía, su propia física y su propia biología.

Puede obtenerse un respiro en esta subjetividad tan extrema, si se presta atención a las coincidencias: mi química coincide, hasta donde sé, con la de mi vecino; mi física es ampliamente compartida, mi astronomía concuerda con la usual en otros países.

Se llega así a construir un concepto intersubjetivo (social) de realidad que no deja de traer algún alivio: es posible, después de todo, fundar nuestro discurso en algo un poco más sólido (esto es, que ofrece mayor resistencia) que nuestras opiniones individuales. Estamos en condiciones de comparar nuestras opiniones y de elaborar un juicio intersubjetivo acerca de cada una de ellas. Además, como la piedra de toque que usamos para aceptar ese juicio es cierto consenso social, nuestra situación deja de ser anárquica para parecerse elegantemente a la democracia. Nuestras valoraciones son correctas si se atienen a los valores sociales, es decir, a los criterios de valoración que son habituales en el medio donde vivimos, sufrimos y votamos; y no parece un sacrificio excesivo ceder nuestra preferencia a la ley de la mayoría.

Empeñados, pues, en hacer de la valoración el centro de nuestro universo ontológico (tal como lo hacía la concepción criticada al principio), no nos molesta inmediatamente dejar que las descripciones del mundo material giren también alrededor de ella. Y encontramos dos excelentes argumentos para justificarlo.

El primer argumento observa que las descripciones empíricas suelen gozar de consensos más amplios que las valoraciones, de tal suerte que la realidad astronómica bien puede tener un alcance más extenso que la realidad de los valores (o la verdad de los juicios acerca de la corrección de los criterios políticos y morales).

El segundo argumento afirma que aun los juicios descriptivos, que no son otra cosa que modelos, se fundan en juicios de relevancia (selección subjetiva de las características a describir) y, por lo tanto, no están exentos de algo parecido a valoraciones. Este argumento permite incluso burlarse de cualquier pretendida objetividad, atribuyéndole el carácter de una imposición de puntos de vista (ejercicio del poder) que alcanzó un éxito tan duradero y general como contingente y controvertible.

Llevada a sus últimas consecuencias, esta línea de pensamiento reduce toda reflexión humana a aspectos más concretos o más abstractos de la lucha de todos contra todos por el poder y el dominio: quien obtenga suficiente poder determinará no sólo el modo de distribuir la riqueza y de ejercer el gobierno, sino también el movimiento de los astros, la existencia de los continentes y la frecuencia de las lluvias.

Es cierto que esta reflexión no es tan alarmante: después de todo, sería muy difícil que alguien acumulara tanto poder que adquiriese la facultad de abolir la Luna y elevar a doce meses el período de gestación humana. La gran dificultad práctica reside en el interior de esta línea de argumentación. Si hay valores morales, pero esa realidad moral depende entera y exclusivamente del consenso social, toda valoración que no participe de ese consenso es incorrecta. Nadie tiene derecho moral a oponerse a ella, a criticarla como decadente ni a proponer su superación desde otra opinión que se considere preferible o más avanzada. El disidente ha de rumiar en minoría su propia incorrección moral (su error moral) a la espera de que su perversidad, al extenderse, se convierta ipso facto en virtud, actitud que las almas buenas sólo atribuirían al mismísimo demonio.

El sujeto que no quiera hacerse cargo de esta consecuencia tendrá que reconocer que el alto precio ontológico y epistemológico pagado en moneda astronómico-biológica no le ha comprado, después de todo, una situación más confortable en el ámbito político-moral.

III. Lo que queda del derecho y cómo preservarlo

Todas las perturbaciones precedentemente examinadas, aplicadas al campo del derecho, generan una notable confusión. El texto de las leyes es públicamente conocido, pero tal parece que el verdadero contenido del derecho no depende de él por completo ni aun principalmente. Ese contenido es manifiesto en constituciones, tratados y declaraciones, pero tampoco depende estrictamente de ellos, sino de una realidad distinta, a la que puede accederse por un método que no todos saben aplicar ni arroja el mismo resultado para distintos observadores. Los jueces son llamados a dirimir los conflictos, pero se reclama su destitución cada vez que omiten valorar adecuadamente los principios como cada uno los ve, sin que les sirva de excusa convincente haber aplicado la ley. Cada reclamo judicial se parece (más que antes) a una jugada de lotería, ya que ha de depender de la opinión o de la iluminación del intérprete sorteado para ejercer la autoridad estatal (11). Las garantías jurídicas formales (irretroactividad de la ley penal, non bis in idem, igualdad frente al derecho) se hallan siempre en peligro de verse subordinadas a una superior e impredecible necesidad de justicia material o de vindicación colectiva. La representación popular, alicaída por su ejercicio frecuentemente decepcionante, es cada vez más reemplazada, como fuente formal del derecho, por las que antes se llamaban fuentes materiales. Estas fuentes siguen requiriendo quien las reconozca, valore, ordene y aplique, pero la autoridad de quienes lo hacen tiene su legitimidad disminuida y sujeta al vaivén de los intereses y al juicio de los medios de comunicación.

En suma, cada vez sabemos menos qué es el derecho, cuál es su contenido, en qué medida es uno para todos y de qué manera ha de aplicarse a los casos concretos.

En reiteradas oportunidades he propuesto para esta situación remedios que podría llamar sintomáticos, que nos permitieran convivir mientras la tendencia filosófica, teórica, metaética y metodológica persista (12). Pero aquí me atrevo a una sugerencia más ambiciosa: revisar nuestro pensamiento con seriedad, entendiendo por tal el modo que nos conduzca a reflexiones más eficientes para elaborar, debatir y poner en práctica objetivos comunes.

Para esto es preciso, ante todo, revisar la ontología contenida en el lenguaje cotidiano para rescatar el valor fundante del método en la construcción del pensamiento y del discurso. Allí donde dispongamos de un procedimiento dotado de amplio consenso, utilizable por cualquiera con los mismos resultados independientemente de las propias preferencias, sintámonos libres para hablar útilmente de realidad, verdad, demostración y conocimiento, sin temor a estar bendiciendo torvas decisiones de opresores sociales, pero sin dejar tampoco de mantener nuestra mente abierta para examinar cualquier propuesta metodológica novedosa a la luz de la universalidad de sus resultados. Donde no dispongamos de un método semejante, conformémonos con hablar de creencia, opinión, argumentación y acuerdos parciales y contingentes. Usemos el primer campo, sin permitir su contaminación por el segundo, como plataforma firme común para debatir nuestras diferencias en el reino de la opinión. Examinemos los argumentos cruzados con lealtad, sin concederles carácter sagrado, y vayamos atesorando los acuerdos sin imaginarlos definitivos ni eternos, sino susceptibles de renovación constante. Y, por último, seamos capaces de hablar de todo esto sin confundir la opinión con la verdad, el argumento con la opinión ni el interés con el argumento.

(*) Versión ampliada y corregida de la ponencia presentada con el mismo título en las XXI Jornadas Argentinas de Filosofía Jurídica y Social, Buenos Aires, octubre de 2007.
(1) Una vez señalé que, en la apreciación de muchos, la filosofía se presenta tan inútil como timbre de bóveda o bocina de avión (cfr. "La construcción del pensamiento", Colihue, Buenos Aires, 2004, pág. 5). Esa impresión puede explicarse por la costumbre de muchos filósofos de exponer sus ideas en lenguaje alambicado, así como por la insistencia en la historia de la filosofía como método de abordaje. Pero nada hay tan práctico como una teoría útil y, de hecho, la práctica misma no es sino teoría extraída del método de ensayo y error, limitadamente eficaz pero contenida en la oscuridad del subconsciente y sustraída a la crítica racional (cfr. "Pensar en las normas", Eudeba, Buenos Aires, 1999, pág. 159).
(2) Casi todos los productos culturales de consumo masivo insisten en la importancia de los sentimientos por encima del razonamiento. Un ejemplo paradigmático es la ya histórica serie Star Trek, donde el Sr. Spock, nacido en el planeta Vulcano, juzgaba faltas de lógica las actitudes de los humanos frente a problemas concretos. Sin embargo, cuando él mismo se veía ante una dificultad crucial, terminaba por adoptar la "decisión correcta" gracias a los sentimientos albergados, casi a su pesar, por la mitad humana de su carga genética. La inconsistencia de este planteo es recibida con agrado por los espectadores, que sienten halagada su superioridad humana cuando sus defectos se presentan explícitamente como virtudes.
(3) Ha de recordarse aquí que el propio Aristóteles toma tan en serio la gramática que la convierte en ontología: los sustantivos representan sustancias primeras, los adjetivos nombran sustancias segundas (géneros, cantidades, relaciones, cualidades) y los verbos acciones o pasiones (cfr. Categorías).
(4) De aquí la tendencia tan extendida a preguntar qué es en realidad el hombre, en qué consiste de veras el impresionismo, qué significa propiamente trabajar a tiempo completo o cuál es la naturaleza jurídica de la franquicia o del matrimonio (cfr. BULYGIN, Eugenio, "La naturaleza jurídica de la letra de cambio", Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1961).
(5) Kelsen ha señalado que la tan repetida fórmula de Ulpiano, según la cual la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, deja sin responder el punto central, que es determinar qué es lo suyo de cada uno (cfr. "¿Qué es la justicia?", Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, pág. 49). Otro tanto puede decirse del mandato de vivir honestamente (porque requiere determinar los parámetros de honestidad) y del de no dañar a otro (porque presupone una definición de daño y, además, obliga a reconocer que ciertos perjuicios a terceros son admisibles como resultado del ejercicio de un derecho).
(6) Fromm llamaba "miedo a la libertad" a algo muy parecido a esto (cfr. FROMM, Erich, "El miedo a la libertad", Paidós, Buenos Aires, 1959).
(7) Desde luego, la palabra "distorsión" tiene un fuerte componente valorativo. Desde el principio de este trabajo he partido de una valoración personal, no precisamente moral pero sí pragmática: la que considera mejor un marco teórico consistente que otro contradictorio, uno más amplio que otro que sólo valga para algunas cuestiones o para algunas personas y uno que contribuya de igual manera a fundar la actividad de cualquiera que otro que sólo facilite la acción de quienes sustenten una opinión determinada. Cfr., en sentido coincidente, HART, H. L. A., "El concepto de derecho", Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1963, páginas 257 a 261.
(8) Esta inquietante perspectiva es sugerida por Borges en su cuento "El extranjero" (cfr. BORGES, Jorge Luis, "Ficciones").
(9) Esta dificultad, de sentido opuesto a la que examinada al principio, merece su propio análisis. A partir de la efectiva diversidad de opiniones político-morales (y a menudo desde el subjetivismo tolerante con el que los menos influyentes reclaman ser tratados por quienes coyunturalmente ejercen el poder), se proclama una pluralidad de realidades morales efectivas, separadas una de otra por el tiempo, el espacio, los límites de cada sujeto o la tradición cultural. Desde allí, la necesidad de coherencia interna lleva a admitir un subjetivismo ontológico general, a menudo socialmente delimitado, del que resulta que cada comunidad (como quiera que se la defina) tiene su propio mundo y su propia verdad, coincidentes con sus creencias y opiniones predominantes.
(10) Cfr. FEYERABEND, Paul K., "Contra el método: esquema de una teoría anarquista del conocimiento", Orbis, Buenos Aires, 1984.
(11) Cfr. "Los jueces y la nueva estructura del sistema jurídico", en Anuario de filosofía jurídica y social 2006, N° 24, Valparaíso, Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, 2007, página 139.
(12) Ibídem nota anterior. Cfr. también Cerdio Herrán, Jorge; Guibourg, Ricardo A. (director); Mazza, Miguel Angel; Rodríguez Fernández, Liliana; Silva, Sara N.; Solvés, María C. y Zoppi, María T., "Análisis de criterios de decisión judicial - el artículo 30 de la LCT", Buenos Aires, Grupo de Análisis de Criterios, 2004.

0 comentarios: