Voces: TUTELA JUDICIAL EFECTIVA - DAÑOS Y PERJUICIOS - DAÑO A LA VIDA DE RELACIÓN - DAÑO MATERIAL - REPARACIÓN DE PERJUICIOS - INDEMNIZACION
Título: De Homero a Homero Simpson: Daños y cargas de significación. La imposibilidad de la justicia en la noción de tiempo discreto
Autor: Osvaldo R. Burgos
FECHA: 25/2/2008
Cita: MJD3365
Sumario
1. El tiempo discreto de los ordenamientos jurídicos; 2. El tiempo continuo de lo real; 3. El camino improbable del resarcimiento; 4. Las cargas de significación (de Homero a Homero Simpson); 5. Colofón.
Por Osvaldo R. Burgos (*)
“Sabemos quienes somos, pero no sabemos quienes podemos ser”.
(Ofelia sobre Hamlet, al borde de la locura) William Shakespeare.
“La física, al colocarse en el punto de vista métrico, asumiría un tiempo dividido en números, un tiempo espacializado y en este sentido, ficticio.”
Henri Bergson.
1. El tiempo discreto de los ordenamientos jurídicos.
Los ordenamientos jurídicos positivos suelen estructurarse con prescindencia del tiempo y de su indubitable naturaleza continua.
La noción de continuidad temporal, al menos en occidente, acostumbra a ser una variable sujeta a omisiones frecuentes para quienes asumen, en cada momento legislativo, la obligación de pensar los modos convencionales de regulación social.
La fijación de la justicia como meta y el empeño, consecuente, en su realización – algo claramente imposible en el registro de lo fáctico, en cuanto se refiere a la materialización de un universal no percibible y cuya mera existencia como idea es, incluso, tema de continuos debates, aun dentro de los límites de la teoría jusfilosófica- resultan ser datos que contribuyen a la conformación de aquel desprecio por las implicancias del devenir temporal, que anunciábamos en el párrafo precedente.
Si el orden jurídico se plantea como un medio de realizar el valor justicia, ha de suponerse que tal realización será, siempre, alcanzable.
En su defecto debiera aceptarse la existencia de supuestos que escapan a su vigencia, esto es, tolerar situaciones a regirse por fuera del orden convencional común, con independencia de las normas que lo componen, e incluso, materializadas al margen de cualquier prescripción normativa, en forma de territorios sin ley.
Pero los territorios sin ley escapan, por definición, al largo brazo del derecho.
Entonces, decir que la realización de la justicia es el fin de un ordenamiento que pretende ser omnicomprensivo, en cuanto no acepta, dentro de los límites de su alcance, convivencia con otro de similar rango ni concibe, en su territorio de vigencia, supuestos de exclusión a su mandato- supone decir, también, que tal realización será siempre posible y, con ello, afirmar que:
a) El transcurso del tiempo sólo podrá tener injerencia –en el mejor de los casos- con respecto a la cuantificación de una sanción o de un castigo, en la pretendida reposición del imperio de la justicia, pero jamás logrará alcanzar una aptitud suficiente como para propiciar, en la consideración del derecho afectado por un daño, una variación de índole ontológica o cualitativa.
b) Desde que se asume como siempre posible; la reposición del imperio de la justicia a través de su realización como valor, puede llanamente prescindir de la consideración del transcurso temporal, en cuanto éste se evidencia –cualquiera que sea la instancia en que se considere- como imposibilitado de provocar su negación.
Dentro de las limitaciones que este razonamiento le impone –limitaciones que, claramente, reconocen su génesis en la adopción de una posición jusfilosófica idealista-, el tiempo de los ordenamientos de derecho occidentales suele concebirse como un tiempo discreto.
Así; nuestros ordenamientos de derecho positivo acaban por inscribirse en un lenguaje de ficción.
“El instante se presenta matemáticamente como el último elemento indivisible de tiempo... cualquier periodo de tiempo es divisible en subintervalos, a su vez divisibles, y así al infinito. El tiempo sería discreto si estuviera constituido por partes mínimas indivisibles. En la física el tiempo de Planck (10 a la -43 segundos) es de alguna manera un mínimo físico, pero no propiamente en el sentido de un constitutivo “atómico” de intervalos mayores de tiempo. El tiempo se considera, en cambio, continuo si es divisible al infinito. El tiempo de Planck, quizás físicamente mínimo es matemáticamente divisible al infinito, por lo que en realidad es un periodo continuo.”(1)
Y es, justamente, a partir de tal concepción ficcional y discretizada -en la que nuestros ordenamientos jurídicos suelen concebir la temporalidad-, que acaba por generarse una creciente percepción de injusticia en la perspectiva común de los justiciables(2).
Verbigracia, la permanencia inconsulta de un daño –aún- no resarcido configura, por sí, la generación de otro daño autónomo, cuya pretensión de resarcimiento se exigirá al sistema legal, excediendo los parámetros de un mero incremento en la cuantificación del primero.
De tal modo que, mientras el tiempo transcurre, las cargas de significación de un daño cualquiera –esto es, su componente no patrimonial- ahondan su desarrollo en una huella de conflictividad que expone la decepción respecto a todas las expectativas, lógicas y necesarias, sobre el funcionamiento del sistema de derecho.
2. El tiempo continuo de lo real
El tiempo puede medirse por el movimiento o por su rastro: las manifestaciones de cambio que experimentan los seres sometidos a él, revelan su transcurso. Aristóteles concebía al instante sólo como el inicio y el fin de un movimiento (o mutación) y aceptaba la imposibilidad de considerarlo aislado, más allá de la ficción teorética.
Pero los movimientos resultan ser fenómenos complejos y, entonces, la determinación de su inicio y de su cese –o, en otras consideraciones de un razonamiento similar; la fijación de sus causas y de sus consecuencias- no pasará de ser, también ella, una convención de imposición arbitraria.
¿Cómo identificar el exacto comienzo de un movimiento, cuando la vida es un impulso continuo –independiente de todo cálculo de probabilidad- hasta su mutación final, certera pero imprevisible?
En el territorio de lo real –no decimos, aquí, realidad, en cuanto consideramos a ésta como una construcción o recorte de lo percibido, subjetiva y entonces, resultado de una elección- el tiempo es continuo; la discretización temporal es sólo una necesidad aprehensiva del conocimiento, no una característica del fenómeno cognoscible.
Muchos siglos después de Aristóteles, Bergson expuso las limitaciones de razonamiento de una ciencia física que, según su particular juicio –citado en uno de los epígrafes de este artículo-, incurría en el error de empeñarse en el respeto a una temporalidad ficticia: la consideración de un orden temporal compuesto de momentos estancos sucesivos, es decir, la concepción de un tiempo discreto.
En su afán de superar tales limitaciones, propuso adoptar el concepto de la duración -en el que la simultaneidad de dos procesos de cambio resulta ser una condición necesaria para la sucesión que, entre ellos, se establece- como el tiempo propio de todos los seres vivos.
Su posición revolucionó las perspectivas, por ejemplo, de la teoría musical y de las artes plásticas. No se trasladó al Derecho, sin embargo.
No es el objetivo de este trabajo, por razones que se comprenderán sin mayor necesidad de argumentación, responder a tales cuestiones trascendentales.
No obstante, sin necesidad de alcanzar semejantes alturas metafísicas –que por lo demás, exceden claramente, tanto los límites de esta exposición como la competencia profesional de quien es su autor- parece interesante plantearse que aquellas mismas imposibilidades que el propio Bergson encontraba, en las primeras décadas del siglo anterior, respecto de la evolución del conocimiento de la ciencia física, podrían observarse hoy, en relación al Derecho.
La paradoja magistral de Zenón de Elea –aquella por la que se intentaba demostrar que, en la concepción de un tiempo discreto, Aquiles, el más veloz de los héroes homéricos, jamás alcanzaría a una tortuga cualquiera, que iniciara con ventaja una carrera entre ambos- acabó por encerrar a nuestros ordenamientos jurídicos, pensados en respeto a dicha temporalidad, en un círculo teórico de pura representación.
Hoy, aquella percepción de injusticia, que postuláramos párrafos antes, deviene insoslayable en la valoración común de los justiciables: cada vez más, suele acudirse al sistema judicial vigente, sin ninguna expectativa; con mayor predisposición a la resignación –o, al reclamo airado- que a la conformidad por la aplicación de la ley.
3. El camino improbable del resarcimiento
Todo tiempo continuo es, por definición, irreversible.
En él, el pasado progresa hacia el presente que le sucede, en condición de futuro sólo porque, ambos, se manifiestan simultáneamente: la percepción y la memoria, postula Bergson, no resultan ser procesos sucesivos; por el contrario, la memoria se forma a medida que el hombre percibe.(3)
Si no puede aislarse al instante (limitación que, como dijimos, ya reconocía Aristóteles) todo momento deviene irrepetible; la enorme complejidad de cualquier situación temporal, anula la posibilidad –incluso teórica- del retorno. Ocurrido que fuera un daño, por ejemplo, resulta ilusorio pensar que “las cosas” puedan volver a su estado anterior.
“El tiempo se nos aparece como una dimensión de la existencia ligada al devenir y concretamente, a esa dimensión que nos lleva a decir que algo fue (y ya no es) o que será (y no es aún). El tiempo afecta muy directamente nuestros juicios con relación al ser...”(4)
Un sujeto dañado ya no será –o tendrá, apreciablemente, menores posibilidades de ser- lo que hubiera sido si el daño no se habría manifestado, damnificándolo.
Empero, siguiendo el planteo bergsoniano y retomando su concepto de la duración, aquello que el hombre dañado hubiera sido, ya se hallaba en lo que era al momento de irrupción de la acción dañosa.
Tal es el problema del resarcimiento: situado en lo que es –la perspectiva de la víctima como dato real percibible- el ordenamiento jurídico deberá determinar lo que ya no será, a partir de la reconstrucción de lo que fue –la perspectiva del hombre damnificado, en el momento inmediatamente anterior al daño-.
Esta pretensión supone la improbabilidad de un traslado hacia atrás en el tiempo. Y determina una vez más, dados los mismos términos de su formulación, la imposibilidad de toda realización de la justicia, en su concepción como valor, independientemente del contenido que se le asigne.
No hay ninguna fórmula de resarcimiento que pueda realizar la justicia, en cuanto la misma existencia de una justicia unívoca como tal, se niega ante cada instancia de juzgamiento: “será (o por ser) justicia” decimos habitualmente los abogados en nuestros escritos, recurriendo a formulaciones sacras que sólo resultan susceptibles de su traducción o envío, en los términos propios de un acto de fe.
Acto de fe al que, seguramente, se remitía Carlos Nino cuando postulaba que la preservación del derecho requiere que haya funcionarios y ciudadanos que apliquen u observen sus normas por adhesión a ellas y no sólo por temor a una hipotética sanción asociada a su desconocimiento.
Es decir: cualquier ordenamiento jurídico al que sólo se acuda por despecho o como excusa, muy lejos está de gozar de buena salud; en última instancia, la juridicidad –o, al menos, su eficacia y su eficiencia; esto es, ni más ni menos que las posibilidades de supervivencia de las prescripciones, en las que se manifiesta- habita en la perspectiva que, de ella, tengan los justiciables que rige.
O, expresado en otros términos, en aquello que Kant solía llamar respeto (achtung) y que nosotros acostumbramos a identificar como predisposición a la creencia: el reconocimiento de la superioridad del orden simbólico, expresado por la ley, en cuanto tal.
4. Las cargas de significación (de Homero a Homero Simpson).
Es, precisamente, en la aceptación de la superioridad del orden simbólico común, que Jacques Derrida planteaba a la justicia como una experiencia de lo indecidible.
No obstante, aún compartiendo el razonamiento señalado, observamos que ante la ocurrencia de un daño, el acto de justicia que cualquier resarcimiento importa –más allá de su cuantificación y en una instancia previa a ella- se exige al ordenamiento jurídico, con premura insoslayable.
Es en este requerimiento que, ante la imperiosa urgencia del resarcimiento o de su posibilidad, (en términos derrideanos, si un acto de justicia es necesario –aún en la imposibilidad de su realización en términos axiológicos- será necesario ya) cobran vital importancia las cargas de significación.
Llamamos cargas de significación al alcance de las proyecciones de una acción dañosa, en el tiempo y en la libertad de quien ha sido su víctima.
Según hemos esbozado en párrafos anteriores, tales cargas de significación:
a) Se sitúan en el complejo presente de quien ya ha sido dañado.
b) Desde allí, viajando hacia atrás en el tiempo irreversible, se remiten a lo que este individuo era antes del daño.
c) A partir, justamente, de lo que el individuo era en el momento anterior al daño padecido, inscriben y determinan su huella probable, hacia aquello que el mismo, por la acción del daño y sus consecuencias, ya no será.
Es decir que las cargas de significación suponen –ante la pretensión imperiosa de resarcimiento, esgrimida frente al ordenamiento jurídico- un puro acto representativo en cuanto se proponen “mensurar” los alcances de un daño, en términos de cuantificación, para determinar (o fijar, o establecer, siempre con vana pretensión de exactitud) aquello que jamás ha ocurrido en el terreno de lo fáctico: lo que el individuo dañado dejó de ser o lo que –por acción del daño- ya no será.
Y, como es obvio, toda representación exige para la consecución de su eficacia y de su eficiencia contar, previamente, con una razonable predisposición a la creencia de aquellos a quienes se dirige: en el caso particular de un ordenamiento jurídico, los justiciables a regirse por él.
De tal forma que, según nos parece posible apreciar en la lectura de estas apretadas líneas, cualquier acto de justicia orientado hacia el resarcimiento de un daño, deberá considerar ineludiblemente el tiempo (en el que el individuo dañado dejó de ser lo que era) y la libertad (en cuanto la mera ocurrencia del daño, impone la resignación –o, en el mejor de los casos, la sobreviniente dificultad- de aquello que el dañado podría haber sido y ya no será).
Y son, justamente –según Fernández Sessarego- el tiempo y la libertad, las abstracciones constitutivas del hombre.
En términos estrictamente jurídicos:
a) Al hablar de un daño en la libertad ingresamos en la esfera del daño al proyecto de vida; y
b) Al referirnos a un daño en el tiempo, ingresamos en la noción de daño existencial.
En su obra El imperio de la Justicia, R. Dworkin postula que aquel individuo que mira televisión, bebe cerveza y dice “esto es vida” – lo que podríamos llamar el parámetro Homero Simpson- tiene una concepción de lo que hace a la vida, valiosa, de la misma manera que la tiene el erudito –tal vez, Homero, el autor de La Ilíada-; sólo que está menos preparado, que éste, para argumentar o sostener su posición.
De Homero a Homero Simpson, la diferenciación en el daño existencial es ontológica pero no jerárquica –cada quien decide qué hacer con su tiempo-; sólo podrá ser jerárquica una distinción en el daño al proyecto de vida –tal vez, el esposo de March y padre de Bart, Lisa y Maggie, no tenga más proyecto que la aspiración, básica, común y compartida de vivir-.
El tiempo afecta al hombre como proyección, la libertad lo configura como ser proyectivo.
“(...) Para un ser consciente, existir consiste en cambiar; cambiar, en madurar y madurar en crearse indefinidamente a sí mismo(5)(...) Cuánto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, mejor comprenderemos que la duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo.”(6)
Es desde tal postura que proponemos el concepto de cargas de significación, para que –en el acto de justicia, fatalmente inexacto pero urgente y único, que importa todo resarcimiento- se consideren las perspectivas de la propia víctima -su propio uso del tiempo y de la libertad- prescindiendo de arbitrarias consideraciones generales que importan, siempre, una peligrosa tendencia hacia jerarquizaciones ontológicas sobre las elecciones, propias, de cada existencia.
Por fin, esta determinación de la subjetividad en la medida del daño requiere, del ordenamiento, una nueva consideración del tiempo; sólo será posible si se considera –como supo hacerlo Bergson, en contraposición a los dichos de Shakespeare, que citáramos al inicio de este artículo- que toda sucesión importa simultaneidad: según ya dijimos, aquello que el individuo podrá ser (o, también, aquello que podría haber sido y que, por acción de la acción dañosa sobreviniente, ya no será) parece encontrarse ínsito en lo que era.
5. Colofón.
El tema de las cargas de significación en la apreciación de un daño, nos ha dado motivo suficiente para escribir un libro, abordando in extenso su problemática específica y focalizándonos, luego, en el componente no patrimonial que, a nuestro juicio, todo daño contiene.
La cuestión de la noción jurídica del tiempo es la hipótesis de investigación que hemos elegido, para la formulación de nuestra tesis doctoral en desarrollo.
Sólo hemos querido, en estas pocas líneas, dejar planteadas –aún someramente- algunas cuestiones que nos parecen vitales, en estos tiempos en los que el descrédito hacia las prescripciones jurídicas, ha devenido evidente:
a) El uso de una noción de tiempo discreto importa la generación de una perspectiva general de injusticia del sistema, al que acaba por recurrirse con resignación y sin predisposición a su respeto.
b) Cualquier sistema jurídico –en su carácter de representación- funciona, en tanto y en cuanto goce de un respeto hacia su integridad como tal; es decir que, el ordenamiento jurídico requiere la aceptación de la preeminencia del orden simbólico y, consecuentemente, la verificación de una predisposición de los justiciables a su cumplimiento. Esta predisposición, además, no puede estar fundada en la resignación o sustentarse sólo en el temor a una hipotética sanción por el desconocimiento de las normas
c) La predisposición a la creencia del sistema supone, entonces, la recepción jurídica de la continuidad temporal: el transcurso del tiempo –o la negación teórica de su importancia- ahonda la huella de las cargas de significación del daño generando, por sí, un daño autónomo configurado por su mera permanencia impune.
d) Ocurrido un daño, el acto de justicia, que todo resarcimiento importa, es requerido al ordenamiento vigente, con urgencia: en la expectativa de los justiciables, cualquier resarcimiento insuficiente abrirá la huella de un residual de injusticia, en cuanto legitima un daño no resarcible. En similar razonamiento, todo resarcimiento excesivo importa la causación de un nuevo daño, en dirección opuesta al que se pretende resarcir.
e) Las cargas de significación de una acción dañosa se extienden, sobre el tiempo y la libertad del individuo dañado, con prescindencia de la actividad en la que el daño se produjo: afectan simultáneamente los órdenes sucesivos de su presente y de su futuro. Luego, se expanden espacialmente, hacia el tiempo y la libertad de aquellos individuos con los que, el dañado, se relaciona o va a relacionarse(7).
f) Aún cuando los proyectos, de cada persona, puedan ser susceptibles de jerarquización; el hombre como ser proyectivo, no lo es: los daños deben apreciarse en relación a las elecciones individuales de cada damnificado y en mérito a la resignación de aquello que, dentro de su perspectiva particular, se asume como valioso.
En la evolución histórica de las regulaciones jurídicas; la problemática del daño y de sus modos de resarcimiento, se halla estrechamente relacionada con el propio concepto de persona.
Dentro de esta formulación, la determinación de las cargas de significación de un daño, desde el tiempo y desde la libertad del damnificado, es sólo una postura de otras muchas posibles; por el contrario, la discusión filosófica que importa, parece presentarse insoslayable y urgente.
En tiempos de Homero Simpson, el debate jurídico se presenta existencial: asistimos a las postrimerías del imperio ancestral del sujeto de derecho, fundado en el cogito cartesiano.
A la vista de tales estas circunstancias, determinar qué entendemos por persona parecería ser un desafío, inminente, para nuestra visión de la juridicidad pero, aun antes que ello, una discusión imprescindible cuyas implicancias exceden largamente el marco de cualquier teoría representativa.
(1) Sanguineti, J. Tiempo y Universo, página 47.
(2) Esta percepción de injusticia afectará, directamente, los modos de la relación de los justiciables con el ordenamiento que intenta regirlos y al que, inevitablemente, deben recurrir ante cada hipótesis de conflicto. Su generalización importará la negación del achtung kantiano -el respeto a la ley en cuanto tal- retomado, modernamente, como predisposición al cumplimiento de las prescripciones legales, aquello que hace –según Hart- que la mayoría de las normas sean cumplidas por la mayoría de quienes se hallan, formalmente, sujetos a ellas.
(3) Decimos, aquí, memoria y no recuerdo. El recuerdo, según este razonamiento de raíz fenomenológica, sería una selección de la memoria; una instancia ulterior de elección –y resignación- inconsciente.
(4) Sanguineti, J. op. cit. página 16
(5) Bergson, Henri; La evolución creadora, página 20.
(6) Bergson, Henri; ib idem, página 23.
(7) Este último punto fundamenta nuestra discordancia respecto al concepto de “damnificados indirectos”. Entendemos que, más allá de la presencia, o no, en el escenario de producción de un daño; todos los damnificados son directos, en cuanto son damnificados, y en la medida en que lo son. Un daño alcanza a alguien o no lo alcanza, no observamos razones válidas para esta distinción, común en los ordenamientos positivos.
(*) Abogado (Universidad Nacional de Rosario); Posgrado en Derecho de Daños (Universidad Católica Argentina); Doctorando en Derecho (Universidad Nacional de Rosario, desde 2006). Profesor Adscripto Filosofía del Derecho (U.N.R.). Segundo Premio Nacional del Seguro, edición 2003; Mención al Premio Nacional del Seguro, edición 2001 y 2004. Ponente en diversos Congresos. Autor de numerosas publicaciones sobre Derecho y Seguros, tanto en la República Argentina como en México, Costa Rica y Perú. Algunos de sus trabajos integran, entre otras, la Biblioteca de Consulta de la Organización Internacional del Trabajo, sede San José de Costa Rica.
Título: De Homero a Homero Simpson: Daños y cargas de significación. La imposibilidad de la justicia en la noción de tiempo discreto
Autor: Osvaldo R. Burgos
FECHA: 25/2/2008
Cita: MJD3365
Sumario
1. El tiempo discreto de los ordenamientos jurídicos; 2. El tiempo continuo de lo real; 3. El camino improbable del resarcimiento; 4. Las cargas de significación (de Homero a Homero Simpson); 5. Colofón.
Por Osvaldo R. Burgos (*)
“Sabemos quienes somos, pero no sabemos quienes podemos ser”.
(Ofelia sobre Hamlet, al borde de la locura) William Shakespeare.
“La física, al colocarse en el punto de vista métrico, asumiría un tiempo dividido en números, un tiempo espacializado y en este sentido, ficticio.”
Henri Bergson.
1. El tiempo discreto de los ordenamientos jurídicos.
Los ordenamientos jurídicos positivos suelen estructurarse con prescindencia del tiempo y de su indubitable naturaleza continua.
La noción de continuidad temporal, al menos en occidente, acostumbra a ser una variable sujeta a omisiones frecuentes para quienes asumen, en cada momento legislativo, la obligación de pensar los modos convencionales de regulación social.
La fijación de la justicia como meta y el empeño, consecuente, en su realización – algo claramente imposible en el registro de lo fáctico, en cuanto se refiere a la materialización de un universal no percibible y cuya mera existencia como idea es, incluso, tema de continuos debates, aun dentro de los límites de la teoría jusfilosófica- resultan ser datos que contribuyen a la conformación de aquel desprecio por las implicancias del devenir temporal, que anunciábamos en el párrafo precedente.
Si el orden jurídico se plantea como un medio de realizar el valor justicia, ha de suponerse que tal realización será, siempre, alcanzable.
En su defecto debiera aceptarse la existencia de supuestos que escapan a su vigencia, esto es, tolerar situaciones a regirse por fuera del orden convencional común, con independencia de las normas que lo componen, e incluso, materializadas al margen de cualquier prescripción normativa, en forma de territorios sin ley.
Pero los territorios sin ley escapan, por definición, al largo brazo del derecho.
Entonces, decir que la realización de la justicia es el fin de un ordenamiento que pretende ser omnicomprensivo, en cuanto no acepta, dentro de los límites de su alcance, convivencia con otro de similar rango ni concibe, en su territorio de vigencia, supuestos de exclusión a su mandato- supone decir, también, que tal realización será siempre posible y, con ello, afirmar que:
a) El transcurso del tiempo sólo podrá tener injerencia –en el mejor de los casos- con respecto a la cuantificación de una sanción o de un castigo, en la pretendida reposición del imperio de la justicia, pero jamás logrará alcanzar una aptitud suficiente como para propiciar, en la consideración del derecho afectado por un daño, una variación de índole ontológica o cualitativa.
b) Desde que se asume como siempre posible; la reposición del imperio de la justicia a través de su realización como valor, puede llanamente prescindir de la consideración del transcurso temporal, en cuanto éste se evidencia –cualquiera que sea la instancia en que se considere- como imposibilitado de provocar su negación.
Dentro de las limitaciones que este razonamiento le impone –limitaciones que, claramente, reconocen su génesis en la adopción de una posición jusfilosófica idealista-, el tiempo de los ordenamientos de derecho occidentales suele concebirse como un tiempo discreto.
Así; nuestros ordenamientos de derecho positivo acaban por inscribirse en un lenguaje de ficción.
“El instante se presenta matemáticamente como el último elemento indivisible de tiempo... cualquier periodo de tiempo es divisible en subintervalos, a su vez divisibles, y así al infinito. El tiempo sería discreto si estuviera constituido por partes mínimas indivisibles. En la física el tiempo de Planck (10 a la -43 segundos) es de alguna manera un mínimo físico, pero no propiamente en el sentido de un constitutivo “atómico” de intervalos mayores de tiempo. El tiempo se considera, en cambio, continuo si es divisible al infinito. El tiempo de Planck, quizás físicamente mínimo es matemáticamente divisible al infinito, por lo que en realidad es un periodo continuo.”(1)
Y es, justamente, a partir de tal concepción ficcional y discretizada -en la que nuestros ordenamientos jurídicos suelen concebir la temporalidad-, que acaba por generarse una creciente percepción de injusticia en la perspectiva común de los justiciables(2).
Verbigracia, la permanencia inconsulta de un daño –aún- no resarcido configura, por sí, la generación de otro daño autónomo, cuya pretensión de resarcimiento se exigirá al sistema legal, excediendo los parámetros de un mero incremento en la cuantificación del primero.
De tal modo que, mientras el tiempo transcurre, las cargas de significación de un daño cualquiera –esto es, su componente no patrimonial- ahondan su desarrollo en una huella de conflictividad que expone la decepción respecto a todas las expectativas, lógicas y necesarias, sobre el funcionamiento del sistema de derecho.
2. El tiempo continuo de lo real
El tiempo puede medirse por el movimiento o por su rastro: las manifestaciones de cambio que experimentan los seres sometidos a él, revelan su transcurso. Aristóteles concebía al instante sólo como el inicio y el fin de un movimiento (o mutación) y aceptaba la imposibilidad de considerarlo aislado, más allá de la ficción teorética.
Pero los movimientos resultan ser fenómenos complejos y, entonces, la determinación de su inicio y de su cese –o, en otras consideraciones de un razonamiento similar; la fijación de sus causas y de sus consecuencias- no pasará de ser, también ella, una convención de imposición arbitraria.
¿Cómo identificar el exacto comienzo de un movimiento, cuando la vida es un impulso continuo –independiente de todo cálculo de probabilidad- hasta su mutación final, certera pero imprevisible?
En el territorio de lo real –no decimos, aquí, realidad, en cuanto consideramos a ésta como una construcción o recorte de lo percibido, subjetiva y entonces, resultado de una elección- el tiempo es continuo; la discretización temporal es sólo una necesidad aprehensiva del conocimiento, no una característica del fenómeno cognoscible.
Muchos siglos después de Aristóteles, Bergson expuso las limitaciones de razonamiento de una ciencia física que, según su particular juicio –citado en uno de los epígrafes de este artículo-, incurría en el error de empeñarse en el respeto a una temporalidad ficticia: la consideración de un orden temporal compuesto de momentos estancos sucesivos, es decir, la concepción de un tiempo discreto.
En su afán de superar tales limitaciones, propuso adoptar el concepto de la duración -en el que la simultaneidad de dos procesos de cambio resulta ser una condición necesaria para la sucesión que, entre ellos, se establece- como el tiempo propio de todos los seres vivos.
Su posición revolucionó las perspectivas, por ejemplo, de la teoría musical y de las artes plásticas. No se trasladó al Derecho, sin embargo.
No es el objetivo de este trabajo, por razones que se comprenderán sin mayor necesidad de argumentación, responder a tales cuestiones trascendentales.
No obstante, sin necesidad de alcanzar semejantes alturas metafísicas –que por lo demás, exceden claramente, tanto los límites de esta exposición como la competencia profesional de quien es su autor- parece interesante plantearse que aquellas mismas imposibilidades que el propio Bergson encontraba, en las primeras décadas del siglo anterior, respecto de la evolución del conocimiento de la ciencia física, podrían observarse hoy, en relación al Derecho.
La paradoja magistral de Zenón de Elea –aquella por la que se intentaba demostrar que, en la concepción de un tiempo discreto, Aquiles, el más veloz de los héroes homéricos, jamás alcanzaría a una tortuga cualquiera, que iniciara con ventaja una carrera entre ambos- acabó por encerrar a nuestros ordenamientos jurídicos, pensados en respeto a dicha temporalidad, en un círculo teórico de pura representación.
Hoy, aquella percepción de injusticia, que postuláramos párrafos antes, deviene insoslayable en la valoración común de los justiciables: cada vez más, suele acudirse al sistema judicial vigente, sin ninguna expectativa; con mayor predisposición a la resignación –o, al reclamo airado- que a la conformidad por la aplicación de la ley.
3. El camino improbable del resarcimiento
Todo tiempo continuo es, por definición, irreversible.
En él, el pasado progresa hacia el presente que le sucede, en condición de futuro sólo porque, ambos, se manifiestan simultáneamente: la percepción y la memoria, postula Bergson, no resultan ser procesos sucesivos; por el contrario, la memoria se forma a medida que el hombre percibe.(3)
Si no puede aislarse al instante (limitación que, como dijimos, ya reconocía Aristóteles) todo momento deviene irrepetible; la enorme complejidad de cualquier situación temporal, anula la posibilidad –incluso teórica- del retorno. Ocurrido que fuera un daño, por ejemplo, resulta ilusorio pensar que “las cosas” puedan volver a su estado anterior.
“El tiempo se nos aparece como una dimensión de la existencia ligada al devenir y concretamente, a esa dimensión que nos lleva a decir que algo fue (y ya no es) o que será (y no es aún). El tiempo afecta muy directamente nuestros juicios con relación al ser...”(4)
Un sujeto dañado ya no será –o tendrá, apreciablemente, menores posibilidades de ser- lo que hubiera sido si el daño no se habría manifestado, damnificándolo.
Empero, siguiendo el planteo bergsoniano y retomando su concepto de la duración, aquello que el hombre dañado hubiera sido, ya se hallaba en lo que era al momento de irrupción de la acción dañosa.
Tal es el problema del resarcimiento: situado en lo que es –la perspectiva de la víctima como dato real percibible- el ordenamiento jurídico deberá determinar lo que ya no será, a partir de la reconstrucción de lo que fue –la perspectiva del hombre damnificado, en el momento inmediatamente anterior al daño-.
Esta pretensión supone la improbabilidad de un traslado hacia atrás en el tiempo. Y determina una vez más, dados los mismos términos de su formulación, la imposibilidad de toda realización de la justicia, en su concepción como valor, independientemente del contenido que se le asigne.
No hay ninguna fórmula de resarcimiento que pueda realizar la justicia, en cuanto la misma existencia de una justicia unívoca como tal, se niega ante cada instancia de juzgamiento: “será (o por ser) justicia” decimos habitualmente los abogados en nuestros escritos, recurriendo a formulaciones sacras que sólo resultan susceptibles de su traducción o envío, en los términos propios de un acto de fe.
Acto de fe al que, seguramente, se remitía Carlos Nino cuando postulaba que la preservación del derecho requiere que haya funcionarios y ciudadanos que apliquen u observen sus normas por adhesión a ellas y no sólo por temor a una hipotética sanción asociada a su desconocimiento.
Es decir: cualquier ordenamiento jurídico al que sólo se acuda por despecho o como excusa, muy lejos está de gozar de buena salud; en última instancia, la juridicidad –o, al menos, su eficacia y su eficiencia; esto es, ni más ni menos que las posibilidades de supervivencia de las prescripciones, en las que se manifiesta- habita en la perspectiva que, de ella, tengan los justiciables que rige.
O, expresado en otros términos, en aquello que Kant solía llamar respeto (achtung) y que nosotros acostumbramos a identificar como predisposición a la creencia: el reconocimiento de la superioridad del orden simbólico, expresado por la ley, en cuanto tal.
4. Las cargas de significación (de Homero a Homero Simpson).
Es, precisamente, en la aceptación de la superioridad del orden simbólico común, que Jacques Derrida planteaba a la justicia como una experiencia de lo indecidible.
No obstante, aún compartiendo el razonamiento señalado, observamos que ante la ocurrencia de un daño, el acto de justicia que cualquier resarcimiento importa –más allá de su cuantificación y en una instancia previa a ella- se exige al ordenamiento jurídico, con premura insoslayable.
Es en este requerimiento que, ante la imperiosa urgencia del resarcimiento o de su posibilidad, (en términos derrideanos, si un acto de justicia es necesario –aún en la imposibilidad de su realización en términos axiológicos- será necesario ya) cobran vital importancia las cargas de significación.
Llamamos cargas de significación al alcance de las proyecciones de una acción dañosa, en el tiempo y en la libertad de quien ha sido su víctima.
Según hemos esbozado en párrafos anteriores, tales cargas de significación:
a) Se sitúan en el complejo presente de quien ya ha sido dañado.
b) Desde allí, viajando hacia atrás en el tiempo irreversible, se remiten a lo que este individuo era antes del daño.
c) A partir, justamente, de lo que el individuo era en el momento anterior al daño padecido, inscriben y determinan su huella probable, hacia aquello que el mismo, por la acción del daño y sus consecuencias, ya no será.
Es decir que las cargas de significación suponen –ante la pretensión imperiosa de resarcimiento, esgrimida frente al ordenamiento jurídico- un puro acto representativo en cuanto se proponen “mensurar” los alcances de un daño, en términos de cuantificación, para determinar (o fijar, o establecer, siempre con vana pretensión de exactitud) aquello que jamás ha ocurrido en el terreno de lo fáctico: lo que el individuo dañado dejó de ser o lo que –por acción del daño- ya no será.
Y, como es obvio, toda representación exige para la consecución de su eficacia y de su eficiencia contar, previamente, con una razonable predisposición a la creencia de aquellos a quienes se dirige: en el caso particular de un ordenamiento jurídico, los justiciables a regirse por él.
De tal forma que, según nos parece posible apreciar en la lectura de estas apretadas líneas, cualquier acto de justicia orientado hacia el resarcimiento de un daño, deberá considerar ineludiblemente el tiempo (en el que el individuo dañado dejó de ser lo que era) y la libertad (en cuanto la mera ocurrencia del daño, impone la resignación –o, en el mejor de los casos, la sobreviniente dificultad- de aquello que el dañado podría haber sido y ya no será).
Y son, justamente –según Fernández Sessarego- el tiempo y la libertad, las abstracciones constitutivas del hombre.
En términos estrictamente jurídicos:
a) Al hablar de un daño en la libertad ingresamos en la esfera del daño al proyecto de vida; y
b) Al referirnos a un daño en el tiempo, ingresamos en la noción de daño existencial.
En su obra El imperio de la Justicia, R. Dworkin postula que aquel individuo que mira televisión, bebe cerveza y dice “esto es vida” – lo que podríamos llamar el parámetro Homero Simpson- tiene una concepción de lo que hace a la vida, valiosa, de la misma manera que la tiene el erudito –tal vez, Homero, el autor de La Ilíada-; sólo que está menos preparado, que éste, para argumentar o sostener su posición.
De Homero a Homero Simpson, la diferenciación en el daño existencial es ontológica pero no jerárquica –cada quien decide qué hacer con su tiempo-; sólo podrá ser jerárquica una distinción en el daño al proyecto de vida –tal vez, el esposo de March y padre de Bart, Lisa y Maggie, no tenga más proyecto que la aspiración, básica, común y compartida de vivir-.
El tiempo afecta al hombre como proyección, la libertad lo configura como ser proyectivo.
“(...) Para un ser consciente, existir consiste en cambiar; cambiar, en madurar y madurar en crearse indefinidamente a sí mismo(5)(...) Cuánto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, mejor comprenderemos que la duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo.”(6)
Es desde tal postura que proponemos el concepto de cargas de significación, para que –en el acto de justicia, fatalmente inexacto pero urgente y único, que importa todo resarcimiento- se consideren las perspectivas de la propia víctima -su propio uso del tiempo y de la libertad- prescindiendo de arbitrarias consideraciones generales que importan, siempre, una peligrosa tendencia hacia jerarquizaciones ontológicas sobre las elecciones, propias, de cada existencia.
Por fin, esta determinación de la subjetividad en la medida del daño requiere, del ordenamiento, una nueva consideración del tiempo; sólo será posible si se considera –como supo hacerlo Bergson, en contraposición a los dichos de Shakespeare, que citáramos al inicio de este artículo- que toda sucesión importa simultaneidad: según ya dijimos, aquello que el individuo podrá ser (o, también, aquello que podría haber sido y que, por acción de la acción dañosa sobreviniente, ya no será) parece encontrarse ínsito en lo que era.
5. Colofón.
El tema de las cargas de significación en la apreciación de un daño, nos ha dado motivo suficiente para escribir un libro, abordando in extenso su problemática específica y focalizándonos, luego, en el componente no patrimonial que, a nuestro juicio, todo daño contiene.
La cuestión de la noción jurídica del tiempo es la hipótesis de investigación que hemos elegido, para la formulación de nuestra tesis doctoral en desarrollo.
Sólo hemos querido, en estas pocas líneas, dejar planteadas –aún someramente- algunas cuestiones que nos parecen vitales, en estos tiempos en los que el descrédito hacia las prescripciones jurídicas, ha devenido evidente:
a) El uso de una noción de tiempo discreto importa la generación de una perspectiva general de injusticia del sistema, al que acaba por recurrirse con resignación y sin predisposición a su respeto.
b) Cualquier sistema jurídico –en su carácter de representación- funciona, en tanto y en cuanto goce de un respeto hacia su integridad como tal; es decir que, el ordenamiento jurídico requiere la aceptación de la preeminencia del orden simbólico y, consecuentemente, la verificación de una predisposición de los justiciables a su cumplimiento. Esta predisposición, además, no puede estar fundada en la resignación o sustentarse sólo en el temor a una hipotética sanción por el desconocimiento de las normas
c) La predisposición a la creencia del sistema supone, entonces, la recepción jurídica de la continuidad temporal: el transcurso del tiempo –o la negación teórica de su importancia- ahonda la huella de las cargas de significación del daño generando, por sí, un daño autónomo configurado por su mera permanencia impune.
d) Ocurrido un daño, el acto de justicia, que todo resarcimiento importa, es requerido al ordenamiento vigente, con urgencia: en la expectativa de los justiciables, cualquier resarcimiento insuficiente abrirá la huella de un residual de injusticia, en cuanto legitima un daño no resarcible. En similar razonamiento, todo resarcimiento excesivo importa la causación de un nuevo daño, en dirección opuesta al que se pretende resarcir.
e) Las cargas de significación de una acción dañosa se extienden, sobre el tiempo y la libertad del individuo dañado, con prescindencia de la actividad en la que el daño se produjo: afectan simultáneamente los órdenes sucesivos de su presente y de su futuro. Luego, se expanden espacialmente, hacia el tiempo y la libertad de aquellos individuos con los que, el dañado, se relaciona o va a relacionarse(7).
f) Aún cuando los proyectos, de cada persona, puedan ser susceptibles de jerarquización; el hombre como ser proyectivo, no lo es: los daños deben apreciarse en relación a las elecciones individuales de cada damnificado y en mérito a la resignación de aquello que, dentro de su perspectiva particular, se asume como valioso.
En la evolución histórica de las regulaciones jurídicas; la problemática del daño y de sus modos de resarcimiento, se halla estrechamente relacionada con el propio concepto de persona.
Dentro de esta formulación, la determinación de las cargas de significación de un daño, desde el tiempo y desde la libertad del damnificado, es sólo una postura de otras muchas posibles; por el contrario, la discusión filosófica que importa, parece presentarse insoslayable y urgente.
En tiempos de Homero Simpson, el debate jurídico se presenta existencial: asistimos a las postrimerías del imperio ancestral del sujeto de derecho, fundado en el cogito cartesiano.
A la vista de tales estas circunstancias, determinar qué entendemos por persona parecería ser un desafío, inminente, para nuestra visión de la juridicidad pero, aun antes que ello, una discusión imprescindible cuyas implicancias exceden largamente el marco de cualquier teoría representativa.
(1) Sanguineti, J. Tiempo y Universo, página 47.
(2) Esta percepción de injusticia afectará, directamente, los modos de la relación de los justiciables con el ordenamiento que intenta regirlos y al que, inevitablemente, deben recurrir ante cada hipótesis de conflicto. Su generalización importará la negación del achtung kantiano -el respeto a la ley en cuanto tal- retomado, modernamente, como predisposición al cumplimiento de las prescripciones legales, aquello que hace –según Hart- que la mayoría de las normas sean cumplidas por la mayoría de quienes se hallan, formalmente, sujetos a ellas.
(3) Decimos, aquí, memoria y no recuerdo. El recuerdo, según este razonamiento de raíz fenomenológica, sería una selección de la memoria; una instancia ulterior de elección –y resignación- inconsciente.
(4) Sanguineti, J. op. cit. página 16
(5) Bergson, Henri; La evolución creadora, página 20.
(6) Bergson, Henri; ib idem, página 23.
(7) Este último punto fundamenta nuestra discordancia respecto al concepto de “damnificados indirectos”. Entendemos que, más allá de la presencia, o no, en el escenario de producción de un daño; todos los damnificados son directos, en cuanto son damnificados, y en la medida en que lo son. Un daño alcanza a alguien o no lo alcanza, no observamos razones válidas para esta distinción, común en los ordenamientos positivos.
(*) Abogado (Universidad Nacional de Rosario); Posgrado en Derecho de Daños (Universidad Católica Argentina); Doctorando en Derecho (Universidad Nacional de Rosario, desde 2006). Profesor Adscripto Filosofía del Derecho (U.N.R.). Segundo Premio Nacional del Seguro, edición 2003; Mención al Premio Nacional del Seguro, edición 2001 y 2004. Ponente en diversos Congresos. Autor de numerosas publicaciones sobre Derecho y Seguros, tanto en la República Argentina como en México, Costa Rica y Perú. Algunos de sus trabajos integran, entre otras, la Biblioteca de Consulta de la Organización Internacional del Trabajo, sede San José de Costa Rica.
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